La noche en que volví a nacer: una segunda oportunidad después de los cincuenta

—¿Pero tú te has vuelto loca, mamá? —La voz de Lucía retumbó en el pasillo, tan afilada como el tacón de sus botas golpeando el suelo de parquet. Me miraba como si acabara de anunciar que me iba a unir a un circo ambulante. —¿Una cena con un hombre al que no ves desde hace treinta años? ¿Y encima en ese restaurante tan caro? ¿Tú sabes lo que va a decir la abuela cuando se entere?

Me quedé quieta, con el abrigo aún en la mano, el corazón latiendo como si tuviera veinte años. No era miedo, era vértigo. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que sentí algo parecido…

—Lucía, cariño, solo es una cena —intenté sonar tranquila, pero mi voz temblaba. —Es solo…

—¡Es solo un desconocido! —me interrumpió. —¿Y si es un loco? ¿O un aprovechado?

No supe qué responder. Quizá tenía razón. Quizá yo también me habría preocupado si fuera ella la que salía con alguien a quien no veía desde la universidad. Pero había algo en esa invitación de Fernando que me había hecho sentir viva otra vez. No era solo nostalgia; era la promesa de algo distinto, una grieta en la rutina asfixiante de los últimos años.

Cuando cerré la puerta tras de mí, el aire frío de Madrid me golpeó la cara y sentí que volvía a ser yo misma. Caminé por la Gran Vía, entre luces y turistas, recordando cómo era salir sin miedo, sin tener que dar explicaciones a nadie. Fernando me esperaba en la puerta del Café Gijón, igual que hace treinta años, aunque ahora su pelo era más gris y sus ojos tenían esa tristeza dulce de quien ha perdido mucho y aún así sigue sonriendo.

—Isabel… —dijo, y su voz era un refugio. —No sabes cuánto me alegro de verte.

Durante la cena hablamos de todo y de nada: de nuestros hijos, de los trabajos que odiamos y los sueños que nunca cumplimos. Me contó cómo su mujer le dejó por otro y cómo aprendió a estar solo. Yo le hablé de mi divorcio, del miedo a quedarme atrás mientras el mundo seguía girando.

—¿Y tú? —preguntó de repente—. ¿Eres feliz?

Me quedé callada. ¿Feliz? No recordaba la última vez que alguien me hacía esa pregunta sin esperar una respuesta automática.

—No lo sé —admití—. Creo que me olvidé de preguntármelo.

Fernando sonrió y me cogió la mano por encima del mantel. Sentí un escalofrío, como si tuviera quince años y estuviera rompiendo todas las reglas.

Cuando volví a casa, Lucía seguía despierta en el sofá, con cara de pocos amigos.

—¿Y bien? —preguntó sin mirarme.

Me senté a su lado y le conté todo: la conversación, las risas, las confesiones. Esperaba que se enfadara, pero en vez de eso me abrazó fuerte.

—Solo quiero que seas feliz, mamá —susurró—. Pero prométeme que tendrás cuidado.

Esa noche no dormí apenas. Me pasé horas mirando al techo, preguntándome si tenía derecho a empezar de nuevo, si no era demasiado tarde para cambiar mi historia. Pensé en mi madre, en cómo siempre me decía que las mujeres de nuestra edad debíamos conformarnos con lo que teníamos. Pensé en mis amigas del barrio, resignadas a cuidar nietos y ver telenovelas mientras sus maridos jugaban al dominó en el bar.

Pero yo no quería resignarme. No después de sentirme viva otra vez.

Los días siguientes fueron una mezcla de ilusión y miedo. Fernando me escribía mensajes cada mañana: “¿Has visto el cielo hoy?”, “¿Te apetece un café después del trabajo?”. Yo le respondía con timidez, como si estuviera aprendiendo un idioma nuevo.

Mi madre fue la siguiente en enterarse. Su reacción fue aún más dramática que la de Lucía:

—Isabel, hija, ¿pero qué haces? ¿No tienes suficiente con tus problemas? ¿Ahora te vas a meter en líos a tu edad?

—Mamá, solo estoy saliendo con alguien —le respondí—. No es ningún delito.

—A tu edad ya no se sale con nadie —sentenció ella—. A tu edad se cuida uno de los nietos y se va a misa los domingos.

Sentí una rabia sorda crecer dentro de mí. ¿Por qué tenía que pedir permiso para ser feliz? ¿Por qué la sociedad nos empuja a desaparecer cuando cumplimos cincuenta?

Fernando y yo seguimos viéndonos a escondidas durante semanas. Cada cita era un pequeño acto de rebeldía: un paseo por El Retiro cogidos de la mano, una copa de vino en una terraza escondida, una tarde en el cine viendo una película francesa que nadie entendía salvo nosotros dos.

Pero la felicidad nunca es sencilla. Una tarde Lucía me llamó llorando desde el trabajo: su jefe le había gritado delante de todos y ella se sentía humillada. Corrí a consolarla y sentí una punzada de culpa por haber estado tan centrada en mí misma.

Esa noche discutimos:

—Siempre has estado para mí —me dijo entre lágrimas—. Pero ahora siento que te estás escapando…

—No me estoy escapando —le respondí—. Solo estoy intentando recordar quién soy.

El conflicto se hizo más grande cuando mi exmarido apareció para recoger unas cosas y vio una foto mía con Fernando en el móvil de Lucía.

—¿Así que ahora sales con otro? —me soltó con desprecio—. Qué rápido te has olvidado…

Sentí vergüenza y rabia al mismo tiempo. ¿Por qué tenía que justificarme ante él?

Esa noche lloré sola en la cocina, preguntándome si valía la pena tanto esfuerzo por una felicidad tan frágil.

Pero al día siguiente Fernando me esperó bajo mi portal con un ramo de margaritas y una sonrisa cansada.

—No sé si esto va a salir bien —me dijo—. Pero quiero intentarlo contigo.

Le abracé fuerte, sintiendo que por fin alguien veía a la verdadera Isabel, no solo a la madre o la hija o la exmujer.

Hoy escribo esto mientras escucho reír a Lucía en su habitación y pienso en todas las mujeres como yo, atrapadas entre lo que esperan los demás y lo que desean en secreto.

¿De verdad hay una edad para dejar de soñar? ¿O es precisamente después de los cincuenta cuando empieza la vida real?