La Nochevieja que Cambió Nuestro Destino
—¿Están listos? —preguntó Mariana, mi hija, con la voz temblorosa y una sonrisa nerviosa mientras sostenía una pequeña caja envuelta en papel dorado. Era la última noche del año y el comedor de la casa estaba lleno del bullicio típico de nuestra familia: risas, platos chocando, el aroma del pavo al horno y el murmullo de los niños corriendo entre las piernas de los adultos. Pero en ese instante, todos guardamos silencio.
Tomás, su esposo, me miró buscando complicidad. Yo asentí, aunque sentía un nudo en el estómago. Había algo en el aire, una tensión que no lograba descifrar. Mariana abrió la caja y sacó un sobre blanco. Lo sostuvo en alto como si fuera un trofeo.
—Aquí está la respuesta —dijo—. ¿Listos para saber si será niño o niña?
Mi nieto mayor, Emiliano, gritó: «¡Que sea niño!», mientras su hermana menor, Sofía, saltaba diciendo: «¡Otra niña! ¡Otra niña!». Mi esposo Ricardo me apretó la mano bajo la mesa. Sabía lo que esto significaba para mí.
Mariana rompió el sobre y sacó una tarjeta rosa. «¡Es niña!», anunció con lágrimas en los ojos. Todos aplaudieron, algunos gritaron de alegría, otros se abrazaron. Yo sonreí, pero sentí una punzada extraña en el pecho. Otra niña en la familia. Otra mujer destinada a luchar contra los prejuicios y las limitaciones que tantas veces nos han marcado.
—¿No estás contenta, mamá? —me preguntó Mariana en voz baja cuando todos se levantaron a brindar.
—Claro que sí, hija —le respondí, forzando una sonrisa—. Es solo que…
No terminé la frase. ¿Cómo explicarle que mi alegría estaba teñida de miedo? Miedo a que mi nieta creciera escuchando los mismos comentarios que yo escuché: «Las mujeres no pueden», «Mejor hubiera sido un varón», «Las niñas son más delicadas». Miedo a que repitiera mi historia o la de mi madre, siempre luchando por ser vistas y valoradas.
La fiesta continuó, pero yo me quedé atrapada en mis pensamientos. Recordé a mi abuela Rosa, que lloró cuando nació su tercera hija porque su esposo quería un varón para heredar el taller mecánico. Recordé a mi madre, que nunca pudo estudiar medicina porque «eso no era para mujeres». Y recordé mi propio embarazo de Mariana, cuando mi suegra me dijo: «Ojalá sea niño para que Ricardo tenga quien lo represente».
Esa noche, después de los fuegos artificiales y los abrazos de Año Nuevo, me senté sola en la cocina. Mariana entró y se sentó a mi lado.
—Mamá, dime la verdad —me dijo—. ¿Te hubiera gustado que fuera niño?
La miré a los ojos y sentí cómo se me quebraba la voz.
—No es eso, hija. Es solo que… me duele pensar que tu hija tendrá que luchar tanto como nosotras para ser escuchada. Me duele saber que todavía hay quienes piensan que una niña vale menos.
Mariana suspiró y apoyó su cabeza en mi hombro.
—Pero también hay quienes piensan diferente, mamá. Tú me enseñaste a pelear por lo que quiero. Y yo le enseñaré lo mismo a mi hija.
En ese momento entró Ricardo con dos tazas de café y se sentó frente a nosotras.
—¿De qué hablan tan serio? —preguntó con su voz grave.
—De lo difícil que es ser mujer en este país —respondió Mariana sin rodeos.
Ricardo bajó la mirada y asintió.
—Tienen razón —dijo—. Pero también es cierto que las cosas están cambiando. Mira a Sofía: ya dice que quiere ser ingeniera como su tía Lucía.
Me reí entre lágrimas.
—Eso espero —dije—. Que algún día no importe si es niño o niña, sino solo que sea feliz.
Pero no todos compartían nuestro sentir. Al día siguiente, durante el recalentado del almuerzo, mi cuñado Ernesto soltó un comentario que encendió la chispa:
—Otra niña… Bueno, ni modo. A ver si para la próxima sí sale el varoncito.
El silencio fue inmediato. Mariana apretó los labios y Tomás le lanzó una mirada fulminante a Ernesto.
—¿Y qué tiene de malo tener otra niña? —le respondió Tomás con voz firme—. Las mujeres también pueden hacer todo lo que hacen los hombres.
Ernesto se encogió de hombros y murmuró algo sobre «la tradición» y «el apellido».
Sentí rabia e impotencia. ¿Cuántas veces más tendríamos que escuchar esas palabras? ¿Cuántas niñas más tendrían que nacer para que entendieran que nuestro valor no depende de nuestro género?
Esa tarde, mientras lavaba los platos con mi hermana Julia, ella me confesó:
—Yo también sentí miedo cuando supe que iba a tener a Valeria. Pensé en todo lo que tendría que enfrentar… Pero mira cómo ha salido: fuerte, valiente…
Nos abrazamos en silencio. Sabíamos lo que significaba criar hijas en un mundo donde aún se espera más de los hombres.
Los días pasaron y la noticia del embarazo fue tema de conversación en toda la familia. Algunos celebraban con sinceridad; otros seguían haciendo comentarios fuera de lugar. Pero Mariana se mantuvo firme. Empezó a leerle cuentos feministas a Sofía y a hablarle sobre mujeres científicas y deportistas latinoamericanas.
Una tarde, mientras jugábamos lotería en el patio, Sofía me preguntó:
—Abuela, ¿por qué dicen que es mejor tener un hermano hombre?
Me quedé helada. ¿Cómo explicarle a una niña de cinco años siglos de machismo?
—No es mejor ni peor, Sofi —le respondí—. Lo importante es querernos como somos y apoyarnos siempre.
Ella sonrió y siguió jugando como si nada. Pero yo sentí el peso del mundo sobre mis hombros.
La llegada del nuevo año trajo consigo promesas de cambio. Mariana organizó un pequeño círculo de mujeres en el barrio para hablar sobre igualdad y derechos. Yo asistí a cada reunión, orgullosa de verla alzar la voz donde yo alguna vez callé por miedo.
El día del nacimiento llegó entre nervios y esperanza. Cuando sostuve a mi nueva nieta por primera vez, sentí una mezcla de amor y responsabilidad.
—Bienvenida al mundo, Valentina —le susurré al oído—. Aquí estaremos para protegerte y enseñarte a luchar por tus sueños.
Esa noche, mientras veía dormir a mis nietas juntas, pensé en todas las mujeres de mi familia: las que callaron, las que pelearon, las que aún sueñan con un mundo más justo.
¿Será posible romper el ciclo? ¿Podremos algún día celebrar la llegada de una niña sin reservas ni miedos? ¿Qué piensan ustedes? ¿Han sentido alguna vez esa mezcla de alegría y temor por el futuro de sus hijas o nietas?