La promesa de cuidar a Carmen: Un nuevo propósito tras la jubilación

—Emilia, ¿puedes venir un momento? —La voz de Lucía temblaba al otro lado del telefonillo, como si el frío de febrero se hubiera colado en sus palabras.

Bajé las escaleras de mi edificio en Vallecas con el corazón acelerado. Desde que me jubilé, los días se me hacían eternos y el eco de los pasos en casa era mi única compañía. Mi hija, Marta, vivía en Barcelona y apenas nos veíamos. Por eso, cuando Lucía, mi vecina del tercero, me pidió ayuda, sentí que la vida me ofrecía una tregua.

Al abrir la puerta, vi a Carmen sentada en el sofá, mirando la televisión apagada. Sus ojos claros vagaban por la estancia como si buscaran algo perdido hace años. Lucía me miró con desesperación.

—Emilia, me han llamado del hospital. Tengo que irme ya. ¿Podrías quedarte con mi madre un par de horas? No sé a quién más recurrir…

Asentí sin pensarlo. Lucía era enfermera y su marido trabajaba en Bilbao; apenas se veían. Me senté junto a Carmen y le cogí la mano. Estaba fría y temblorosa.

—¿Cómo estás, Carmen? —pregunté con suavidad.

Ella me miró sin reconocerme y murmuró:

—¿Dónde está mi madre? Tengo que ir a casa…

Sentí un nudo en la garganta. Mi propia madre había muerto hacía años, pero aún recordaba su olor a colonia y el tacto de sus manos. Me vi reflejada en Carmen: perdida, sola, buscando un refugio en la memoria.

Las horas pasaron lentas. Le preparé una infusión y le puse una manta sobre las piernas. De vez en cuando se agitaba y preguntaba por su marido, fallecido hacía más de una década. Yo le respondía con dulzura, inventando pequeñas mentiras piadosas para calmarla.

Cuando Lucía volvió, tenía los ojos rojos.

—Han ingresado a mi padre —dijo—. No sé cómo voy a hacer…

La abracé sin decir nada. En ese momento supe que mi vida iba a cambiar.

Al día siguiente, Lucía llamó a mi puerta.

—Emilia, no quiero abusar de ti, pero… ¿podrías cuidar de mi madre unas horas cada día? No tengo a nadie más.

Dudé unos segundos. ¿Era eso lo que quería para mi jubilación? ¿Convertirme en cuidadora? Pero al mirar a Carmen, tan frágil y desorientada, sentí que tenía una misión.

—Cuenta conmigo —respondí.

Así empezó todo. Cada mañana subía al tercero y pasaba el día con Carmen. Aprendí a tener paciencia cuando se enfadaba porque no reconocía su propia casa o cuando lloraba al ver fotos antiguas. A veces me contaba historias de su infancia en un pueblo de Castilla; otras veces se quedaba horas mirando por la ventana.

Mi hija Marta no entendía por qué lo hacía.

—Mamá, te estás dejando la vida por una señora que ni siquiera es familia —me reprochó por teléfono—. Deberías pensar más en ti.

Pero yo sentía que, por primera vez en años, tenía un propósito. La soledad ya no era tan pesada; los días tenían sentido.

No todo era fácil. Hubo tardes en las que Carmen se ponía agresiva y me gritaba que quería irse a casa. Una vez intentó salir corriendo escaleras abajo y tuve que sujetarla con todas mis fuerzas. Otra noche se encerró en el baño y no quería salir; tuve que llamar a Lucía para que viniera corriendo desde el hospital.

Los vecinos empezaron a murmurar:

—¿Has visto a Emilia? Ahora va de cuidadora…

Algunos me miraban con lástima; otros con admiración. Yo solo quería ayudar.

Un día, mientras le daba de comer a Carmen, ella me miró fijamente y susurró:

—Gracias, hija.

Me quedé helada. Por un instante, sentí que mi propia madre me hablaba desde algún lugar lejano.

Con el tiempo, Lucía y yo nos hicimos amigas. Compartíamos cafés apresurados y confidencias en la cocina mientras Carmen dormía la siesta. Me contó sus miedos: perder a sus padres, no poder con todo, sentirse sola en Madrid mientras su marido trabajaba lejos.

Una tarde de primavera, Marta vino a visitarme por sorpresa. Al ver cómo cuidaba de Carmen, se le humedecieron los ojos.

—Ahora lo entiendo, mamá —me dijo abrazándome—. No estás sola; has encontrado tu sitio.

Pero la enfermedad avanzaba rápido. Carmen dejó de reconocer incluso a Lucía. Las noches eran largas y llenas de sobresaltos: gritos, llantos, puertas cerradas con llave para evitar que saliera a la calle desorientada.

Un domingo por la mañana, Carmen no quiso levantarse de la cama. Su respiración era débil y sus ojos estaban perdidos en otro mundo. Llamamos al médico; nos dijo que era cuestión de días.

Lucía y yo nos turnamos para no dejarla sola ni un minuto. La casa olía a colonia antigua y sopa caliente; el reloj del pasillo marcaba las horas con un tic-tac implacable.

Cuando Carmen murió, sentí un vacío inmenso. Pero también una paz extraña: había hecho todo lo posible por acompañarla hasta el final.

En el funeral, Lucía me abrazó llorando.

—No sé cómo agradecerte lo que has hecho por mi madre… por mí —susurró—. Eres parte de nuestra familia.

Volví a casa esa noche y encendí una vela junto a la foto de mi madre. Pensé en todo lo vivido: el miedo a la soledad, el cansancio, las risas compartidas…

¿Quién cuida de los que cuidan? ¿Por qué nos cuesta tanto pedir ayuda o aceptar que necesitamos a los demás? A veces la vida te da una segunda oportunidad para sentirte útil… ¿Vosotros también habéis sentido ese vacío tras la jubilación o al perder a alguien querido?