La puerta entreabierta de Villa Esperanza

—¿Por qué no puedo ir, Javier? ¡Es la casa de tus padres, por Dios! —grité, con la voz quebrada, mientras él recogía su maletín sin mirarme a los ojos.

—Ya te lo he dicho mil veces, Salma. Están reformando la casa. No hay nada que ver allí. Además, el pueblo está muerto, ¿para qué quieres ir? —respondió, seco, como si cada palabra le pesara en la boca.

Pero yo no podía dejar de pensar en la llamada de mi cuñada, Lucía, la noche anterior. «Salma, mamá falleció hace un mes. Pensé que lo sabías…». Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. ¿Cómo era posible que Javier no me hubiera contado nada? ¿Por qué me prohibía volver a Villa Esperanza desde hacía años?

Esa noche apenas dormí. El sonido del reloj de pared marcando las horas me taladraba la cabeza. Recordé los veranos en el pueblo, las meriendas con pan y chocolate en el patio, las fiestas de San Juan con toda la familia bailando alrededor de la hoguera. ¿Cómo podía Javier querer borrar todo eso?

Cuando él se marchó a Madrid por trabajo, sentí que algo dentro de mí se rompía. «Ya está bien de callar», pensé. Cogí mi abrigo, metí lo justo en una bolsa y salí rumbo a Villa Esperanza. El tren iba casi vacío. Miré por la ventanilla los campos de olivos y las casas encaladas perdiéndose en el horizonte. El corazón me latía tan fuerte que temía que todos pudieran oírlo.

Al llegar al pueblo, el aire olía a tierra mojada y a leña quemada. Caminé hasta la casa de los padres de Javier. Todo parecía igual, pero había algo distinto: una quietud extraña, como si el tiempo se hubiera detenido. La puerta principal estaba entreabierta. Dudé un instante antes de empujarla.

Dentro, el silencio era abrumador. El pasillo olía a humedad y a recuerdos viejos. Subí las escaleras despacio, sintiendo cómo crujían bajo mis pies. Al fondo del corredor, la puerta del despacho de mi suegro estaba abierta de par en par. Nunca antes había entrado allí; Javier siempre decía que era «territorio prohibido».

Entré temblando. Sobre la mesa había papeles esparcidos y una caja fuerte abierta. Dentro, sobres con dinero y documentos con nombres que no reconocía. Fotos antiguas de Javier con hombres desconocidos, algunos con uniforme policial. Un diario con anotaciones en clave y una pistola oxidada envuelta en un pañuelo.

De repente, escuché pasos detrás de mí. Me giré sobresaltada y vi a Lucía.

—¿Qué haces aquí? —susurró, con los ojos llenos de lágrimas.

—Tenía que saber la verdad —le respondí—. ¿Por qué nadie me contó lo de tu madre? ¿Por qué Javier me ha mentido todo este tiempo?

Lucía se derrumbó sobre una silla.

—Javier no es quien crees… Papá estuvo metido en cosas muy turbias durante años. Chantajes, dinero sucio… Cuando mamá enfermó, Javier decidió protegerte alejándote de todo esto. Pero después… después empezó a cambiar. Se volvió frío, controlador… Yo tampoco le reconozco ya.

Sentí un nudo en la garganta. Todo lo que creía seguro se desmoronaba ante mis ojos.

—¿Y ahora qué hago? —pregunté, casi sin voz.

Lucía me miró con compasión.

—Tienes que decidir si quieres seguir viviendo en una mentira o enfrentarte a la verdad, Salma. Pero sea lo que sea, no estás sola.

Salí al patio y respiré hondo el aire fresco del atardecer manchego. El sol caía tras los tejados rojizos y las campanas de la iglesia repicaban a lo lejos. Sentí miedo, rabia y tristeza a partes iguales, pero también una extraña sensación de libertad.

Esa noche dormí en la vieja habitación de invitados, abrazada a los recuerdos y al dolor de la traición. Al amanecer, supe que mi vida nunca volvería a ser igual.

¿De verdad conocemos alguna vez a quienes amamos? ¿O solo vemos lo que queremos ver hasta que una puerta se abre y nos muestra toda la verdad?