La semana pasada, mi madre vino a quedarse: su casa ya no era suya
—¿Por qué no me avisaste antes de venir? —le pregunté a mi madre mientras la ayudaba a dejar la maleta en el recibidor. Su respuesta fue un susurro: —No tenía a dónde ir, Nora.
La miré, buscando en su rostro las huellas de la mujer fuerte que siempre fue. Pero solo encontré cansancio y miedo. Mi madre, Carmen, había vivido en el mismo piso de Vallecas durante más de cuarenta años. Allí crió a mi hermano y a mí, allí enterró a mi padre y allí aprendió a vivir sola. Pero ahora, con ochenta y dos años y una caída reciente que le dejó el brazo en cabestrillo, su casa ya no era suya. «El ascensor lleva meses roto, Nora. No puedo subir ni bajar. Y los vecinos… ya no conozco a nadie.»
Harold, mi marido desde hace treinta años, apareció en el pasillo apoyado en su bastón. —¿Todo bien? —preguntó con esa voz grave que siempre me tranquilizó. Pero esta vez no sentí alivio. Vi cómo miraba a mi madre, cómo sus ojos se oscurecían con una mezcla de preocupación y resignación.
Durante años, Harold y yo fuimos un equipo. Él me ayudó a criar a mis hijos cuando mi primer matrimonio se fue al traste. Siempre fue paciente, generoso, incluso cuando la vida le empezó a pasar factura y sus piernas dejaron de responderle como antes. Pero ahora, con mi madre en casa, todo era distinto.
La primera noche fue un caos. Mi madre no podía dormir sola; cada ruido la sobresaltaba. Harold no podía dormir porque los pasos de mi madre por el pasillo le recordaban su propia fragilidad. Y yo… yo no dormí porque sentía que el suelo bajo mis pies se desmoronaba.
—No quiero molestaros —me dijo mi madre al tercer día, mientras intentaba preparar café con una sola mano—. Si quieres, busco una residencia.
—¡No digas tonterías! —le respondí más brusca de lo que pretendía—. Esta es tu casa también.
Pero no era verdad. No era su casa. Ni siquiera era ya la mía. Desde que Harold empezó a necesitar ayuda para vestirse y moverse por el salón, nuestra vida se había reducido a rutinas estrictas: pastillas a las ocho, fisioterapia a las diez, comida sin sal al mediodía. Ahora todo eso se tambaleaba.
Mi hermano Luis llamó desde Barcelona para preguntar cómo iba todo.
—¿Y mamá? ¿Cómo está?
—Asustada —le dije—. Y yo también.
—¿No puedes buscarle una cuidadora?
—¿Y pagarla con qué? ¿Con la pensión de papá? Sabes que apenas llega para cubrir el alquiler del piso vacío.
Luis suspiró al otro lado del teléfono. —Haz lo que puedas, Nora. Yo no puedo dejar el trabajo ahora.
Colgué sintiendo una rabia sorda. Siempre era yo la que tenía que «hacer lo que pudiera».
Esa tarde, mientras Harold dormía la siesta y mi madre miraba por la ventana como si esperara ver aparecer su antiguo barrio entre los tejados de Madrid, sentí una punzada de soledad tan aguda que tuve que sentarme.
Por la noche, discutimos por primera vez en años.
—No podemos seguir así —dijo Harold con voz cansada—. No hay espacio para todos.
—¿Qué quieres que haga? ¿Que eche a mi madre?
—No es eso… pero tampoco puedo perder lo poco que me queda de tranquilidad.
Me levanté de la mesa sin terminar la cena. Fui al baño y me miré al espejo: ojeras profundas, el pelo encanecido recogido en un moño deshecho, los ojos rojos de tanto contener el llanto.
Al día siguiente, intenté organizar la casa como si eso pudiera devolvernos el control: cambié los muebles del salón para hacer sitio a la cama articulada de Harold y al sillón donde mi madre pasaba las tardes tejiendo bufandas que nadie usaría. Pero cada cambio parecía empeorar las cosas: Harold tropezó con una alfombra nueva; mi madre se perdió buscando el baño en mitad de la noche.
Una tarde, mientras ayudaba a Harold a levantarse del sofá, él me miró con una tristeza infinita:
—No quiero ser una carga para ti, Nora.
Me temblaron las manos.
—Tú nunca has sido una carga —mentí.
Pero lo cierto es que sí lo era. Y ahora tenía dos.
Esa noche soñé con mi infancia: mi madre cocinando lentejas en la vieja cocina de gas, mi padre leyendo el periódico en bata, yo jugando en el suelo sin miedo al futuro. Me desperté llorando por algo que ya no existía.
El domingo por la mañana, Luis llamó otra vez.
—He hablado con una trabajadora social —me dijo—. Hay plazas en una residencia pública cerca de tu casa. No es lo ideal, pero quizá mamá estaría mejor allí.
Miré a mi madre sentada junto a la ventana, los ojos perdidos en un horizonte que solo ella veía.
—¿Y si le pregunto? —dije casi en un susurro.
Esa tarde nos sentamos las tres generaciones en el salón: Harold con su bastón, mi madre con su cabestrillo y yo con las manos entrelazadas para no temblar.
—Mamá —empecé—, Luis ha encontrado una residencia cerca…
Ella me interrumpió antes de terminar:
—No quiero irme sola a ningún sitio —dijo con voz firme—. Ya he perdido bastante.
Harold bajó la cabeza. Yo sentí cómo se me rompía algo por dentro.
Esa noche, después de acostar a los dos, salí al balcón y miré las luces de Madrid extendiéndose hasta donde alcanzaba la vista. Me pregunté cuántas mujeres como yo estarían esa noche sintiendo lo mismo: culpa, cansancio, amor y rabia mezclados en un nudo imposible de deshacer.
¿Hasta cuándo podremos sostenernos unos a otros antes de rompernos del todo? ¿Dónde está el límite entre cuidar y perderse a uno mismo?