La semana pasada, mi madre volvió a casa: el hogar que ya no era suyo
—¿Te importa si me quedo unos días? —me preguntó mi madre, de pie en el umbral de mi piso en Vallecas, con la maleta temblando en su mano. No era la primera vez que venía a verme, pero nunca la había visto así: derrotada, como si hubiera dejado algo más que ropa atrás.
—Claro, mamá. Pasa —le respondí, apartándome para dejarla entrar. Sentí un nudo en el estómago. Sabía que algo grave pasaba, pero no me atrevía a preguntar todavía.
Mientras dejaba la maleta en mi habitación de invitados, la oí suspirar. Se sentó en el sofá y se quedó mirando la televisión apagada. El silencio era tan denso que podía oír el tráfico lejano de la M-30.
—¿Qué ha pasado con Antonio? —me atreví al fin.
Ella bajó la mirada y se frotó las manos. —No puedo más, hijo. No puedo más con todo esto.
Mi madre siempre fue fuerte. Cuando se casó con Antonio hace treinta años, yo tenía siete y mi hermana Lucía apenas cinco. Él era paciente, cariñoso, y nunca nos hizo sentir que no éramos suyos. Pero ahora, con 74 años y apenas pudiendo caminar tras una caída el invierno pasado, se había vuelto irascible, exigente. Mi madre lo cuidaba día y noche: le preparaba la comida baja en sal, le ayudaba a vestirse, le acompañaba al baño. Pero nadie preguntaba cómo estaba ella.
—¿Habéis discutido? —insistí.
—No… Bueno, sí. Pero no es solo eso. Es como si ya no existiera en esa casa. Todo gira en torno a él: sus pastillas, sus dolores, sus manías… Yo solo soy la sombra que limpia y cocina. Y cuando me siento a su lado, ni siquiera me mira. —Su voz se quebró—. Anoche me gritó porque no encontraba el mando de la tele. Me llamó inútil.
Me quedé helado. Antonio siempre había sido amable, incluso divertido. Pero la enfermedad lo había transformado en alguien desconocido.
—¿Y Lucía? ¿Lo sabe?
—No quiero preocuparla. Bastante tiene con los niños y el trabajo…
La abracé. Sentí su cuerpo frágil, tembloroso. Pensé en todas las veces que ella me consoló de niño cuando tenía miedo o pesadillas. Ahora era yo quien debía protegerla.
Esa noche cenamos tortilla francesa y ensalada. Mi madre apenas probó bocado. Después se fue temprano a la cama. Yo me quedé mirando el móvil, leyendo mensajes de Lucía: “¿Qué tal mamá? ¿Está mejor?” Le respondí que sí, aunque no era verdad.
Al día siguiente, mi madre se levantó temprano y empezó a limpiar mi cocina como si quisiera borrar sus pensamientos frotando las baldosas.
—Mamá, no hace falta…
—Déjame hacer algo útil —me cortó—. Si no hago nada me vuelvo loca.
Intenté convencerla de salir a dar un paseo por el parque del Retiro, pero se negó.
—No quiero que nadie me vea así —dijo.
Por la tarde llamé a Antonio para saber cómo estaba. Me contestó con voz seca:
—¿Dónde está tu madre? Aquí no hay leche ni pan. ¿Va a volver o qué?
Me contuve para no gritarle. Le expliqué que necesitaba descansar unos días.
—Pues que vuelva pronto —gruñó—. Yo no puedo estar solo.
Colgué y sentí rabia e impotencia. ¿Por qué nadie pensaba en ella? ¿Por qué las mujeres de su generación tenían que cargar con todo sin protestar?
Esa noche Lucía vino a casa para ver a mamá. Se abrazaron largo rato en silencio.
—Mamá, tienes que pensar en ti —le dijo Lucía—. No puedes seguir así.
—¿Y qué hago? ¿Le dejo solo? ¿Después de todo lo que hemos vivido?
—No eres una esclava —insistí yo—. Tienes derecho a descansar, a vivir tu vida.
Mi madre nos miró con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Y si me necesita? ¿Y si le pasa algo?
—¿Y si te pasa algo a ti? —le pregunté yo.
El silencio volvió a llenar el salón.
Los días pasaron lentos. Mi madre empezó a dormir mejor, pero seguía inquieta. Un día le propuse ir al centro cultural del barrio para apuntarse a clases de pintura o yoga.
—No sé si sirvo para eso…
—Nunca lo sabrás si no lo intentas —le animé.
Al final accedió y fuimos juntas a informarnos. Vi cómo sus ojos brillaban un poco cuando la monitora le habló de los talleres para mayores.
Pero cada noche volvía la misma pregunta:
—¿Y Antonio? ¿Cómo estará?
Una tarde recibí una llamada del hospital: Antonio había tenido una caída intentando levantarse solo y lo habían ingresado para hacerle pruebas.
Mi madre se puso pálida al enterarse.
—Tengo que ir —dijo sin dudarlo.
La acompañé al hospital Gregorio Marañón. Antonio estaba tumbado en la cama, más viejo y pequeño que nunca. Cuando vio a mi madre, rompió a llorar.
—Perdóname… No sé qué me pasa… Estoy asustado todo el tiempo…
Mi madre le cogió la mano y lloraron juntos. Yo salí al pasillo para dejarles solos.
Esa noche volvimos a casa en silencio. Mi madre parecía más tranquila, pero también más cansada.
—¿Vas a volver con él? —le pregunté suavemente.
—No lo sé… Le quiero, pero también quiero vivir antes de que sea demasiado tarde…
Ahora mi madre duerme en mi casa y va cada día al hospital a ver a Antonio. Ha empezado las clases de pintura y sonríe un poco más. Pero sé que dentro de ella sigue librando una batalla entre el deber y el deseo de ser feliz por primera vez en muchos años.
A veces me pregunto: ¿Cuándo dejamos de ser hijos para convertirnos en padres de nuestros padres? ¿Cuándo aprenderemos a cuidar también de quienes siempre cuidaron de nosotros? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?