La sombra al final del pueblo – Historia de Ana en la casa olvidada

—¿De verdad vas a quedarte aquí? —me preguntó Carmen, la vecina de la casa de enfrente, con una mezcla de curiosidad y desconfianza. Su voz se colaba entre los tablones rotos de la verja, mientras yo descargaba mis pocas maletas bajo la lluvia fina de octubre.

No supe qué responderle. Solo asentí, apretando los labios. La casa, con su tejado hundido y las ventanas cubiertas de polvo, parecía tan cansada como yo. Había llegado a este pueblo perdido en la provincia de Soria huyendo de todo: de mi familia, de Madrid, de mí misma. Nadie aquí conocía mi historia, y eso me daba un poco de esperanza… y mucho miedo.

La primera noche fue un infierno. El viento golpeaba las contraventanas y cada crujido me recordaba que estaba sola. Me tumbé en el colchón viejo que encontré en el desván y lloré en silencio, preguntándome si algún día podría dejar atrás lo que había hecho.

A la mañana siguiente, mientras barría el polvo del salón, escuché voces fuera. Me asomé y vi a Carmen hablando con otra mujer, Rosario. Sus miradas se clavaron en mí como agujas. “Esa es la chica nueva”, murmuró Rosario, sin molestarse en bajar la voz. “Dicen que viene huyendo de algo”.

No era mentira. Había dejado atrás a mi madre enferma, a mi hermana Lucía que nunca me perdonó por marcharme, y a un hombre —Álvaro— que me rompió el corazón y la dignidad. Pero aquí nadie lo sabía. Aquí solo era Ana, la extraña que ocupaba la casa donde murió Don Eusebio hace años.

Los días pasaban lentos. El pueblo era pequeño: una iglesia, dos bares y una tienda donde todos sabían tu nombre antes de que tú supieras el suyo. Al principio evitaba salir, pero pronto tuve que enfrentarme a las miradas y los cuchicheos.

—¿Y tú de quién eres? —me preguntó Don Manuel, el panadero, con una sonrisa forzada.

—De nadie —respondí bajito—. Solo Ana.

Las noches seguían siendo largas. A veces me despertaba empapada en sudor, soñando con mi madre llamándome desde la cama del hospital. Otras veces sentía que alguien me observaba desde el jardín. Una tarde encontré una nota anónima en mi buzón: “Aquí no queremos problemas”.

Pensé en marcharme muchas veces. Pero algo me retenía: tal vez el deseo de demostrarme que podía empezar de nuevo, o quizá la esperanza de encontrar un poco de paz.

Un día, mientras arreglaba el huerto trasero, apareció Javier —el hijo del alcalde— con una cesta de tomates.

—Mi madre dice que te vendrán bien —dijo, evitando mirarme a los ojos.

—Gracias —respondí, sorprendida.

Él se quedó un momento en silencio, mirando las manos llenas de tierra.

—No hagas caso a lo que dicen —añadió al irse—. Aquí todos tenemos algo que esconder.

Aquella frase me acompañó durante semanas. Poco a poco, Javier empezó a pasar más por mi casa: primero con excusas tontas (“¿Tienes sal?”), luego simplemente para sentarse conmigo bajo el porche y hablar del tiempo o del campo. Descubrí que él también arrastraba su propia sombra: un hermano muerto en accidente y un padre autoritario que nunca le perdonó ser diferente.

Con Javier aprendí a reír otra vez. Pero el pueblo no tardó en reaccionar. Una tarde, al salir juntos del bar, escuché a Rosario susurrar: “Ya ha engatusado al chico bueno”.

La presión crecía. Carmen dejó de saludarme; Don Manuel me servía el pan sin mirarme a los ojos. Una noche alguien pintó en mi puerta: “Vuelve a tu ciudad”.

Me sentí más sola que nunca. Llamé a Lucía por primera vez en meses.

—¿Por qué me odias tanto? —le pregunté entre lágrimas.

—No te odio —respondió ella—. Solo no entiendo cómo pudiste dejarla sola cuando más te necesitaba.

No supe qué decirle. La culpa me ahogaba desde hacía años: huí porque no soportaba ver morir a mi madre poco a poco; porque no podía con el peso de ser siempre la fuerte; porque necesitaba salvarme yo antes de perderme del todo.

Javier intentó convencerme para quedarme.

—No les hagas caso —me dijo una noche mientras paseábamos por el campo—. Ellos no saben nada de ti.

Pero yo sí sabía quién era. Sabía lo que había hecho y lo que había dejado atrás.

El invierno llegó temprano ese año. La nieve cubrió el pueblo y durante días nadie salió de casa. Una mañana encontré a Carmen en mi puerta, temblando de frío.

—Mi marido está enfermo —dijo—. No sé qué hacer.

Sin pensarlo dos veces, busqué mis viejos apuntes de enfermería y fui con ella. Pasé horas cuidando al hombre al que apenas conocía; le bajé la fiebre y le preparé caldo caliente. Carmen no dijo nada, pero sus ojos se llenaron de lágrimas cuando le di la mano.

A partir de ese día algo cambió. Los vecinos empezaron a mirarme distinto; Rosario incluso me trajo dulces caseros por Navidad. Javier y yo seguimos viéndonos, aunque sabíamos que nunca sería fácil.

Pero lo más difícil fue perdonarme a mí misma. Cada vez que veía una madre con su hija en la plaza sentía un nudo en el estómago; cada vez que sonaba el teléfono temía escuchar reproches desde Madrid.

Hoy escribo esto sentada en el porche de la casa olvidada, viendo cómo florecen los almendros tras el invierno más duro de mi vida. No sé si alguna vez dejaré de ser una extraña aquí; no sé si algún día podré volver a Madrid sin sentir vergüenza o culpa.

Pero he aprendido algo: todos llevamos una sombra detrás, algo que nos persigue aunque cambiemos de lugar o de nombre. Y quizá lo importante no sea huir ni olvidar, sino aprender a vivir con esa sombra sin dejar que nos destruya.

¿Alguna vez habéis sentido que no pertenecéis a ningún sitio? ¿Es posible empezar de nuevo sin perdonarse primero?