La Sombra de la Sargadelos: El Secreto de la Sarta Azul

—¿Por qué no me lo dijiste nunca, mamá? —susurré, con la voz quebrada, mientras sostenía la carta entre mis manos temblorosas. El silencio de la casa era tan denso que podía oír el latido de mi propio corazón, golpeando como un tambor en mis sienes. La vieja caja de madera, esa que siempre estuvo prohibida, yacía abierta sobre la mesa del comedor, rodeada de polvo y recuerdos.

Durante años, esa caja había sido un misterio en casa. Mi madre, Carmen, la guardaba en lo alto del aparador, entre los recetarios de cocina y los cuadernos de tapas gastadas donde anotaba sus trucos para la empanada gallega o el caldo de grelos. «Eso es cosa mía, Lucía. Cuando seas mayor, lo entenderás», me decía cada vez que preguntaba. Pero nunca llegó a explicármelo. Y tras su muerte, el miedo a enfrentar lo desconocido me mantuvo alejada de ese rincón durante meses.

Hasta hoy.

El día había amanecido gris, con esa llovizna fina que cala hasta los huesos y que en Galicia llamamos orballo. Quizá fue el clima, o quizá el peso de la ausencia de mamá, lo que me empujó a subir a una silla y alcanzar la caja. Al abrirla, el olor a madera vieja y lavanda me golpeó con fuerza. Dentro encontré una sarta de cuentas azules —la misma que mi abuela llevaba en todas las fotos antiguas— y una carta doblada con esmero.

Me senté junto a la ventana, dejando que la luz mortecina iluminara las palabras escritas con la letra firme de mi madre:

«Querida Lucía,
Si lees esto es porque ya no estoy contigo. Sé que te he fallado guardando silencio tantos años, pero necesitaba protegerte. La verdad es que tu abuela no era quien decíamos…»

El resto de la carta se deslizaba como un río desbordado: mi abuela Dolores no era realmente mi abuela. Había sido adoptada por mis bisabuelos durante la posguerra, cuando su verdadera madre —una joven costurera llamada Rosario— desapareció sin dejar rastro. Nadie en el pueblo hablaba de ello; era uno de esos secretos que se entierran bajo capas de silencio y miedo.

Sentí cómo se me encogía el pecho. ¿Quién era yo entonces? ¿Qué significaba todo lo que había aprendido sobre mi familia, sobre nuestras raíces gallegas? Recordé las tardes en las que mamá y yo hacíamos filloas juntas, riendo mientras ella me contaba historias de su infancia en Lugo. ¿Cuántas de esas historias eran reales?

El sonido del teléfono me sacó de mi ensimismamiento. Era mi tía Pilar.

—¿Lucía? ¿Estás bien?
—Acabo de abrir la caja de mamá… —dije, sin poder contener las lágrimas.
—Ay, hija… Sabía que algún día llegaría este momento —suspiró al otro lado—. Tu madre solo quería protegerte del dolor. Pero también mereces saber la verdad.

Me invitó a su casa esa misma tarde. Al llegar, Pilar me recibió con un abrazo largo y cálido. Sobre la mesa del salón había una taza de café humeante y un álbum de fotos antiguo.

—Mira —dijo, señalando una foto en blanco y negro—. Esta es Rosario, tu bisabuela biológica. Era una mujer valiente, pero vivió tiempos muy duros. Nadie sabe exactamente qué le ocurrió… Algunos dicen que fue represaliada por ayudar a los maquis; otros, que simplemente huyó buscando una vida mejor.

Me quedé mirando el rostro serio y hermoso de Rosario. De repente, sentí una conexión profunda con esa desconocida. ¿Sería ella quien me transmitió el amor por la costura? ¿La melancolía que a veces me invade sin motivo?

Esa noche apenas dormí. Daba vueltas en la cama, repasando cada conversación con mamá, cada gesto suyo que ahora cobraba un nuevo significado. Recordé cómo se le humedecían los ojos cuando hablábamos del pasado; cómo evitaba ciertas preguntas sobre su infancia.

Al día siguiente decidí visitar el cementerio del pueblo. Caminé bajo la lluvia hasta la tumba donde reposaban los restos de Dolores —mi abuela adoptiva— y dejé sobre la lápida la sarta azul encontrada en la caja. Cerré los ojos y recé por todas las mujeres de mi familia: por las que estuvieron y por las que faltaron; por las que callaron y por las que lucharon.

Al volver a casa encontré a mi padre sentado en la cocina, removiendo distraídamente el café.

—¿Sabías algo de esto? —le pregunté sin rodeos.
Él asintió con tristeza.
—Tu madre me lo contó hace muchos años. Fue una carga muy pesada para ella… Siempre temió que te sintieras menos parte de esta familia si lo sabías.

Me senté a su lado y lloramos juntos. Por primera vez desde la muerte de mamá sentí que podía empezar a sanar.

Con el paso de los días fui reconstruyendo mi historia pieza a pieza: hablé con vecinos mayores del pueblo, busqué documentos en el archivo municipal y hasta encontré una carta antigua firmada por Rosario. Descubrí que mi familia era mucho más compleja —y rica— de lo que jamás imaginé.

Hoy miro al pasado con otros ojos. Sé quién soy: soy Lucía, hija de Carmen, nieta de Dolores y bisnieta de Rosario. Llevo en mí todas sus cicatrices y también su fuerza.

A veces me pregunto: ¿cuántas familias guardan secretos como el nuestro? ¿Cuánto daño hace el silencio? ¿Y cuánta libertad puede traer la verdad?

¿Vosotros también habéis descubierto algún secreto familiar que os haya cambiado para siempre? ¿Creéis que es mejor callar o contar la verdad aunque duela?