La sombra de Lucía: Cuando el amor de una madre se desvanece
—¡Mamá, ¿por qué siempre es Álvaro?! —gritó Lucía desde el pasillo, su voz temblando entre la rabia y la desesperación.
Yo estaba en la cocina, removiendo el café con manos temblorosas. Desde aquí, podía oírlo todo. Carmen, mi hija, suspiró con ese tono cansado que últimamente le sale tan fácil.
—Lucía, no empieces otra vez. Álvaro es pequeño, necesita más atención. ¿Por qué tienes que ser tan dramática?
Lucía no respondió. Solo escuché el portazo de su habitación y el silencio que siguió fue más pesado que cualquier grito. Me acerqué a la puerta, pero no me atreví a entrar. ¿Qué podía decirle yo? ¿Que todo iba a mejorar? Ni yo misma lo creía ya.
Mi nieta tiene catorce años y una mirada triste que no le corresponde a su edad. Cuando nació, Carmen lloró de felicidad. Recuerdo cómo la acunaba y le cantaba nanas antiguas de nuestra familia. Pero desde que llegó Álvaro, hace seis años, algo cambió en mi hija. Se volvió fría con Lucía, impaciente. Todo giraba en torno al niño: sus deberes, sus partidos de fútbol, sus rabietas. Lucía se convirtió en un fantasma en su propia casa.
A veces pienso que Carmen nunca superó la presión de su entorno. Siempre quiso más: mejores notas, mejor marido, mejor vida. Se casó con Sergio, un abogado de familia acomodada de Salamanca, y juntos se mudaron a un piso grande en Chamberí. Pero la felicidad nunca fue suficiente para ella. Cuando nació Álvaro, era como si por fin hubiera conseguido el hijo perfecto: rubio, ojos claros, simpático. Lucía, morena y callada como yo, quedó relegada a un segundo plano.
Una tarde de otoño, mientras ayudaba a Lucía con los deberes de matemáticas, me confesó en voz baja:
—Abuela, creo que mamá no me quiere.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo explicarle que a veces los adultos también nos equivocamos? Que el amor no siempre es justo ni suficiente.
—Eso no es verdad, cariño —mentí—. Tu madre te quiere mucho, solo está cansada.
Pero Lucía bajó la cabeza y siguió escribiendo números sin sentido en su cuaderno.
Las cosas empeoraron cuando Sergio empezó a llegar tarde del trabajo y Carmen se encerraba en su despacho con una copa de vino. Las discusiones eran cada vez más frecuentes y Lucía se refugiaba en mi casa cada vez que podía. Yo intentaba compensar el vacío con meriendas de chocolate y paseos por el Retiro, pero sabía que no era suficiente.
Un día, Carmen me llamó por teléfono:
—Mamá, tienes que hablar con Lucía. Está insoportable. No me ayuda con nada y solo sabe quejarse.
—Carmen —le dije—, ¿te has parado a pensar cómo se siente ella? Desde que nació Álvaro apenas le haces caso.
—No empieces tú también —me cortó—. Siempre has tenido debilidad por ella porque se parece a ti.
Colgó antes de que pudiera responderle. Me quedé mirando el teléfono como si pudiera devolverme a la Carmen dulce que yo crié.
Esa noche, Lucía apareció en mi puerta con los ojos hinchados.
—¿Puedo quedarme contigo?
No pregunté nada. Le preparé una taza de leche caliente y la arropé en el sofá. Cuando se quedó dormida, me senté a su lado y le acaricié el pelo como hacía cuando era pequeña.
Al día siguiente, Carmen vino a buscarla furiosa.
—No puedes seguir consintiéndola así —me reprochó—. Si sigue así va a acabar siendo una fracasada.
—¿Y tú? —le pregunté— ¿No ves lo que le estás haciendo?
Carmen me miró como si yo fuera una extraña. Se llevó a Lucía casi a rastras y yo sentí una impotencia tan grande que tuve que sentarme para no caerme.
Los meses pasaron y Lucía se fue apagando poco a poco. Sus notas bajaron y dejó de salir con sus amigas. Empezó a vestirse siempre de negro y a encerrarse en su cuarto durante horas. Carmen solo la regañaba más fuerte.
Una tarde de primavera, recibí una llamada del colegio:
—Señora Teresa, creemos que Lucía necesita ayuda psicológica. Está muy retraída y ha escrito cosas preocupantes en su diario.
Fui corriendo a casa de mi hija. Encontré a Lucía sentada en el suelo de su habitación, rodeada de papeles arrugados.
—Abuela —me dijo sin mirarme—, ¿puedo irme contigo?
Me arrodillé a su lado y la abracé fuerte.
Esa noche hablé con Carmen y Sergio. Les dije que Lucía necesitaba un cambio urgente, que yo podía acogerla una temporada hasta que las cosas mejoraran.
—¿Y qué va a decir la familia? —preguntó Sergio—. No podemos permitirnos ese escándalo.
—¿Escándalo? —repliqué— El escándalo es que vuestra hija se esté muriendo de tristeza delante de vuestros ojos y no hagáis nada.
Carmen rompió a llorar por primera vez en años. No sé si fue por remordimiento o por miedo al qué dirán.
Finalmente aceptaron. Lucía vino a vivir conmigo ese verano. Poco a poco fue recuperando la sonrisa: aprendió a tocar la guitarra, hizo nuevos amigos en el barrio y hasta volvió a sacar buenas notas. Pero la herida seguía ahí, invisible pero profunda.
A veces me pregunto si he hecho lo correcto o si solo he parcheado un problema mayor. ¿Puede una abuela suplir el amor de una madre? ¿Cuántos niños más estarán viviendo lo mismo ahora mismo, invisibles en sus propias casas?