La sombra de mi padre: El precio de una decisión
—Aurora, ven aquí ahora mismo. —La voz de mi padre retumbó por el pasillo, seca y cortante como siempre. Me temblaron las manos mientras dejaba el vaso en la encimera. Tenía treinta y dos años, pero en ese instante volví a sentirme la niña pequeña que se escondía tras la puerta de la cocina para evitar sus gritos.
Entré al salón. Mi madre, Carmen, estaba sentada en el sofá, con las manos apretadas en el regazo, los ojos rojos de tanto llorar. Mi padre, Manuel, parecía más pequeño desde que la enfermedad lo había doblegado, pero su mirada seguía siendo dura, inquebrantable.
—¿Qué quieres? —pregunté, intentando que mi voz no temblara.
—El médico ha dicho que necesito un trasplante. Y tú eres compatible. —No era una petición. Era una orden.
Sentí cómo el aire se volvía denso. Mi madre sollozó en silencio. Mi hermano menor, Sergio, ni siquiera estaba allí; hacía años que se había marchado a Barcelona para no volver.
Me senté frente a él, sintiendo el peso de todos los años en los que había callado, obedecido, soportado sus desprecios y sus silencios. Recordé las noches en las que me encerraba en mi cuarto para no escuchar cómo le gritaba a mamá por cualquier tontería. Recordé las veces que me dijo que yo no servía para nada, que era demasiado sensible, demasiado torpe.
—¿Por qué yo? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
—Porque eres mi hija. Es tu deber. —Su voz era áspera, sin rastro de ternura.
Me levanté y salí al balcón. El aire frío de Madrid me golpeó la cara. Miré las luces de la ciudad y pensé en todas las veces que había soñado con irme lejos, empezar de cero. Pero siempre volvía por mamá, por culpa, por miedo.
Esa noche no dormí. Escuché a mi madre llorar en la habitación de al lado. Pensé en Sergio y en cómo me había dejado sola con todo esto. Pensé en mi trabajo en la librería, en mis amigas, en los pequeños momentos de felicidad que había conseguido construir lejos de casa.
Al día siguiente fui al hospital con mi padre. El médico explicó los riesgos, las posibilidades de rechazo, las consecuencias para mí. Mi padre no me miró ni una sola vez durante toda la consulta.
En el coche de vuelta, rompí el silencio:
—¿Alguna vez te has preguntado cómo me siento yo?
Él bufó.
—No digas tonterías. Esto es lo que hace una hija decente.
Las palabras me atravesaron como cuchillas. Sentí rabia, tristeza y una punzada de miedo. ¿Y si decía que no? ¿Sería capaz de cargar con esa culpa?
Esa tarde llamé a Sergio.
—No puedes hacerlo solo porque te lo exige —me dijo—. Papá nunca cambiará. Hazlo solo si tú quieres.
Colgué y me quedé mirando el móvil largo rato. ¿Quería hacerlo? ¿O solo quería librarme del peso de su desprecio?
Pasaron los días. Mi madre apenas comía. Mi padre se volvía más irritable con cada sesión de diálisis. Yo sentía que me ahogaba.
Una noche, mientras cenábamos en silencio, mi madre rompió a llorar.
—No tienes que hacerlo si no quieres, hija —susurró—. Yo… yo tampoco sé si podría perdonarme si te pasa algo.
Mi padre golpeó la mesa.
—¡Basta ya! ¡Aurora hará lo que tiene que hacer!
Me levanté despacio y lo miré a los ojos por primera vez en años.
—No soy tu propiedad —dije—. No voy a decidirlo por miedo ni por obligación.
Él se quedó callado, sorprendido por mi firmeza.
Esa noche soñé con una casa luminosa lejos de allí, con risas y abrazos sinceros. Al despertar supe lo que tenía que hacer.
Pedí cita con una psicóloga del hospital. Le conté todo: los gritos, el miedo, la culpa. Lloré como no había llorado nunca.
—Aurora —me dijo—, tienes derecho a decidir por ti misma. No eres egoísta por cuidar de ti.
Días después reuní a mis padres en el salón.
—He decidido no donar el riñón —dije con voz temblorosa pero firme—. No puedo hacerlo desde este lugar de dolor y miedo. Lo siento.
Mi padre se puso rojo de furia.
—¡Eres una desagradecida! ¡Después de todo lo que he hecho por ti!
Mi madre intentó calmarlo, pero yo ya no escuchaba sus gritos. Sentí una paz extraña dentro de mí, como si por fin hubiera abierto una ventana después de años encerrada.
Me fui de casa esa misma tarde. Alquilé un pequeño piso cerca del Retiro. Lloré mucho los primeros días, pero también empecé a respirar mejor. Mi madre me llamaba cada noche; poco a poco empezó a visitarme sola, sin miedo a las represalias de mi padre.
Mi padre sigue en diálisis. No me habla desde entonces. A veces siento culpa; otras veces siento alivio. He aprendido a convivir con ambas cosas.
Hoy trabajo ayudando a otras mujeres que han vivido bajo sombras parecidas a la mía. No sé si algún día podré perdonar del todo a mi padre o si él podrá perdonarme a mí.
Pero ahora sé que tengo derecho a elegir mi propio camino.
¿Dónde termina nuestro deber como hijas e hijos? ¿Hasta qué punto debemos sacrificar nuestra vida por quienes nunca supieron cuidarnos? ¿Vosotros qué haríais?