La Sombra del Olivo: El Juicio de un Padre en Andalucía

—¿Por qué, Lucía? ¿Por qué te fuiste tan pronto? —me repetía una y otra vez, sentado en la penumbra de la cocina, con el vaso de vino temblando en mi mano. El reloj de la pared marcaba las tres y media de la madrugada, pero el sueño era un lujo que ya no me pertenecía. Desde que los del clan de los Gutiérrez —ese grupo de matones que se creen dueños del pueblo— decidieron que mi hija no podía decirles que no, mi vida se convirtió en un infierno.

Mi mujer, Carmen, apenas hablaba. El silencio entre nosotros era tan denso como el aire antes de una tormenta. El pueblo murmuraba, pero nadie se atrevía a mirar a los ojos. «Carlos, no te metas», me decían los amigos en el bar, bajando la voz y mirando hacia otro lado. Pero yo ya no era el mismo. Algo dentro de mí se había roto para siempre.

Lucía tenía solo diecisiete años. Era alegre, valiente, y soñaba con irse a estudiar a Sevilla. Pero un día, al salir del instituto, uno de los Gutiérrez —el hijo mayor, ese chulo que siempre iba en moto— la esperó en la esquina y le propuso ser su novia. Ella le dijo que no, claro. Mi hija nunca fue de dejarse intimidar. Y por eso, una noche, no volvió a casa.

La Guardia Civil vino a casa al amanecer. «Lo sentimos mucho, Carlos…». No recuerdo mucho más. Solo el grito desgarrador de Carmen y el olor a café frío en la mesa.

Durante semanas, caminé como un fantasma por las calles empedradas del pueblo. Nadie decía nada, pero todos sabían quién había sido. Los Gutiérrez tenían comprada a media comarca: guardias, políticos, hasta el cura parecía temerles. ¿Justicia? Aquí la justicia era un chiste malo.

Pero yo no iba a dejar que quedara impune. No buscaba sangre; buscaba algo peor: que sintieran lo que yo sentía. Que perdieran todo lo que amaban.

Empecé por lo más sencillo: escuchar. En el taller donde arreglaba coches, los clientes hablaban sin filtro. Me enteré de sus negocios sucios: contrabando de tabaco, apuestas ilegales, chantajes a pequeños comerciantes. Fui anotando nombres, fechas, lugares. Paciencia de santo y memoria de elefante.

Luego vino la segunda parte: sembrar la duda. Un comentario aquí, una insinuación allá. «¿Has visto cómo últimamente los Gutiérrez se llevan mal entre ellos?» «Dicen que uno les ha robado dinero…» El pueblo es pequeño y las habladurías vuelan más rápido que el levante.

Mientras tanto, fui recopilando pruebas: fotos, grabaciones con el móvil escondido bajo el mono azul del taller, facturas falsas que encontré en la basura del bar donde se reunían. Todo lo guardé en una carpeta roja que escondí bajo las baldosas del patio.

Cuando tuve suficiente para hundirlos, contacté con un periodista de Málaga al que conocí hace años arreglándole el coche. Le pasé todo el material y le pedí solo una cosa: anonimato absoluto.

En menos de un mes, el escándalo estalló como una bomba en todos los medios andaluces. La Guardia Civil —esta vez sí— tuvo que actuar. Registros, detenciones, confiscaciones… Los Gutiérrez perdieron sus tierras, sus coches caros y hasta el respeto del pueblo.

Pero lo más duro fue verlos solos en la plaza del pueblo, sin nadie que les dirigiera la palabra. Sentí algo parecido a la paz por primera vez desde aquella noche maldita.

Carmen y yo seguimos viviendo con la ausencia de Lucía, pero ahora puedo mirarla a los ojos sin sentirme derrotado.

A veces me pregunto si hice lo correcto o si solo alimenté otro tipo de odio en este rincón olvidado de Andalucía. ¿Puede un padre encontrar consuelo cuando la justicia llega desde las sombras? ¿O solo cambiamos un dolor por otro?