La tía Carmen y el precio de la familia

—No pienso gastarme ni un euro más en la tía Carmen, Álvaro. ¡Ya está bien! —grité, con las manos temblando sobre la mesa de la cocina, mientras el aroma del café se mezclaba con mi rabia contenida.

Álvaro me miró con esa mezcla de resignación y cansancio que últimamente era su única respuesta. —Lucía, sabes cómo es mi tía. Si no le hacemos caso, va a montar un drama delante de todos. Y ya sabes cómo se pone mi madre…

No podía más. Desde que me casé con Álvaro hace seis años, la tía Carmen se había convertido en una sombra constante en nuestras vidas. Siempre exigiendo, siempre quejándose, siempre esperando que todos giráramos a su alrededor como planetas alrededor del sol. Pero esta vez había ido demasiado lejos: en plena crisis económica, con mi contrato reducido y Álvaro en ERTE, nos había mandado un mensaje de voz pidiendo «algo especial» para su cumpleaños: una pulsera de oro de una joyería del centro de Madrid. Ni siquiera se molestó en disimular su petición:

—Queridos sobrinos, este año me merezco algo bonito. He visto una pulsera preciosa en Joyería Ortega. No es tan cara, seguro que entre todos podéis regalármela. Os mando la foto por WhatsApp.

La foto llegó minutos después. El precio era insultante. Mi suegra, como siempre, hizo de portavoz:

—Lucía, hija, ya sabes cómo es Carmen. Si no le regalamos lo que quiere, va a estar meses sin hablarnos. Y tú sabes lo que eso significa para la familia.

¿De verdad? ¿Eso es lo que significa ser familia? ¿Ceder siempre ante el chantaje emocional de una persona egoísta?

Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces, recorrí el pasillo oscuro del piso, escuché el leve ronquido de mi hija Paula y sentí una punzada de culpa. ¿Y si yo era la egoísta? ¿Y si estaba exagerando?

Pero al día siguiente, cuando fui a comprar al supermercado y tuve que devolver el yogur favorito de Paula porque no llegaba para todo, la rabia volvió a arder dentro de mí. ¿Cómo podía Carmen atreverse a pedirnos semejante regalo cuando nosotros apenas llegábamos a fin de mes?

El sábado siguiente nos reunimos todos en casa de mi suegra para hablar del regalo. Allí estaban los primos —Sergio y Marta—, cada uno con sus propios problemas: Sergio acababa de perder el trabajo y Marta tenía a su marido ingresado por una operación complicada. Pero nadie se atrevía a decir lo que todos pensábamos.

—Bueno —dijo mi suegra—, si cada uno pone cien euros…

—¡Cien euros! —saltó Sergio—. ¿Pero estamos locos? Yo no tengo ni para pagar la luz este mes.

Marta bajó la cabeza y murmuró:

—Yo tampoco puedo, lo siento.

El silencio se hizo espeso. Nadie quería ser el primero en rebelarse abiertamente contra Carmen. Nadie quería cargar con la culpa de romper la armonía familiar.

Fue entonces cuando Paula entró corriendo al salón con su muñeca rota en las manos.

—Mamá, ¿me compras otra?

La miré y sentí que algo dentro de mí se rompía también.

—No puedo, cariño —le susurré—. Ahora no podemos gastar más dinero.

Paula me abrazó fuerte y yo sentí las lágrimas asomando a mis ojos.

En ese momento lo vi claro: no podía seguir permitiendo que Carmen dictara las reglas de nuestra familia. No podía seguir sacrificando la felicidad de mi hija por el capricho de una mujer incapaz de ver más allá de su propio ombligo.

Me levanté y hablé por primera vez con voz firme:

—No pienso poner ni un euro para ese regalo. Y si eso significa que Carmen no me habla más, pues mejor para mí.

Mi suegra me miró horrorizada. Álvaro me apretó la mano bajo la mesa. Sergio y Marta asintieron en silencio.

—Ya está bien —continué—. Todos tenemos problemas. Todos estamos haciendo malabares para llegar a fin de mes. No podemos seguir viviendo bajo el miedo al berrinche de Carmen.

El ambiente se tensó aún más cuando, justo en ese momento, sonó el móvil de mi suegra: era un audio de Carmen.

—Espero que estéis organizando algo bonito para mi cumpleaños. Este año me lo merezco más que nunca. No quiero disgustos ni excusas.

La rabia me subió a la garganta como un vómito amargo.

—¿Sabes qué? —dije mirando a todos—. Si ella quiere su pulsera, que se la compre ella misma.

Por primera vez en años, sentí que recuperaba el control sobre mi vida.

Esa noche discutí con Álvaro. Él tenía miedo a las consecuencias: «Lucía, no entiendes lo importante que es mantener la paz en esta familia». Pero yo ya no podía seguir callando.

Los días siguientes fueron un infierno: mensajes pasivo-agresivos de Carmen, llamadas llorosas de mi suegra, miradas incómodas en las reuniones familiares. Pero también sentí algo nuevo: respeto por mí misma.

El día del cumpleaños llegó y le regalamos entre todos una bufanda sencilla y una tarjeta firmada por todos los sobrinos. Carmen abrió el paquete delante de todos y puso cara de asco.

—¿Esto es todo? —preguntó con desprecio—. Después de todo lo que he hecho por vosotros…

Nadie contestó. Por primera vez, nadie se disculpó ni intentó justificar nada.

Carmen se levantó y se fue dando un portazo. Mi suegra lloró en silencio durante toda la comida. Pero yo sentí alivio.

Han pasado semanas desde entonces y las cosas siguen tensas. Carmen apenas nos habla y mi suegra sigue reprochándome mi «falta de empatía». Pero Paula sonríe más y Álvaro empieza a entenderme poco a poco.

A veces me pregunto si hice bien o si debería haber seguido cediendo por el bien de la familia. ¿Hasta dónde debemos llegar para mantener la paz familiar? ¿Cuándo es el momento de decir basta?

¿Vosotros qué haríais? ¿Hasta qué punto hay que aguantar los caprichos familiares por no romper la armonía?