La última carta de mi madre: Fe entre las ruinas

—¿Por qué ahora, Dios mío? —susurré, apretando el móvil con los nudillos blancos mientras el pitido del monitor cardíaco de mi madre marcaba el ritmo de mi desesperación.

Era la madrugada del 14 de marzo. La llamada de mi hermana Lucía me despertó con un grito ahogado: “¡Mamá no responde, Sofía! ¡No se mueve!” En menos de media hora, estaba en el hospital de La Paz, cruzando pasillos fríos y llenos de ecos. Mi madre, Carmen, yacía en una cama, pálida, con los ojos cerrados y la boca torcida. Un ictus, dijeron los médicos. “Las próximas horas serán decisivas.”

Mi padre, Antonio, estaba sentado en una esquina, con la mirada perdida. No nos hablábamos desde hacía meses. Desde que descubrí que tenía otra familia en Valencia, nuestra relación era un campo minado. Pero esa noche, el dolor nos igualó. Lucía lloraba en silencio, agarrada a un rosario que había pertenecido a nuestra abuela Pilar.

—¿Crees que sirve de algo rezar? —me preguntó Lucía, con la voz rota.

No supe qué responderle. Hacía años que no pisaba una iglesia. La fe era para mí un recuerdo de infancia: las misas de domingo, las procesiones en Semana Santa por las calles de Toledo, el olor a incienso y cera derretida. Pero allí, entre máquinas y batas blancas, sentí una necesidad primitiva de aferrarme a algo más grande que mi miedo.

Me senté junto a la cama de mi madre y le tomé la mano. Estaba fría y flácida. Recordé cuando me peinaba para ir al colegio, sus dedos firmes desenredando mis cabellos con paciencia infinita. Me incliné y le susurré al oído:

—Mamá, si puedes oírme… no te vayas todavía. Nos quedan muchas cosas por decirnos.

Las horas se hicieron eternas. El hospital era un mundo aparte: relojes sin sentido, luces fluorescentes, cafés amargos de máquina. Los médicos entraban y salían con palabras técnicas que no lograba entender. Lucía rezaba en voz baja; yo solo podía mirar a mi madre y sentirme culpable por todas las veces que discutimos por tonterías.

A media mañana llegó mi tía Mercedes. Traía consigo una estampita de la Virgen del Rocío y una caja de pastas. Se sentó a nuestro lado y empezó a rezar en voz alta:

—Santa María, Madre de Dios…

Por primera vez en años, me uní a la oración. No porque creyera que un milagro fuera a ocurrir, sino porque necesitaba sentirme parte de algo. Las palabras salieron torpes al principio, pero poco a poco me envolvieron como una manta cálida.

Esa tarde, mientras esperábamos noticias del neurólogo, mi padre se acercó a mí. Tenía los ojos rojos y las manos temblorosas.

—Sofía… —dijo en voz baja—. Sé que no tienes motivos para perdonarme. Pero tu madre… ella siempre quiso que estuviéramos unidos.

No supe qué decirle. El rencor era un veneno lento en mi pecho. Pero al ver a mi madre tan frágil, comprendí que la vida podía cambiar en un segundo. ¿Valía la pena seguir odiando?

Esa noche dormimos en la sala de espera. Lucía se quedó abrazada al rosario; yo cerré los ojos e intenté rezar por primera vez desde niña:

—Dios… si estás ahí… no te pido un milagro. Solo dame fuerzas para soportar lo que venga.

Al día siguiente, el médico nos llamó aparte.

—Vuestra madre está estable —dijo—. Pero el daño es grave. Si despierta… necesitará mucha rehabilitación.

Sentí una mezcla de alivio y miedo. ¿Sería capaz de cuidar de ella? ¿Y si nunca volvía a ser la misma?

Durante semanas vivimos entre hospitales y centros de rehabilitación. Mi padre intentó acercarse; Lucía y yo discutíamos por todo: los turnos para cuidar a mamá, las decisiones médicas, el dinero que empezaba a escasear. A veces gritábamos tanto que las enfermeras nos miraban con lástima.

Una tarde, mientras peinaba a mi madre —como ella hacía conmigo de niña—, empecé a hablarle aunque no respondiera:

—¿Recuerdas cuando me enseñaste a rezar el Padrenuestro? Yo me reía porque decía “pan nuestro” pensando en la barra del desayuno…

De repente, sentí una presión leve en mi mano. Mamá abrió los ojos y murmuró algo ininteligible. Lloré como una niña pequeña.

La recuperación fue lenta y dolorosa. Hubo días en los que quise rendirme; otros en los que la fe —o quizá solo la costumbre— me sostuvo. Empecé a ir a misa los domingos con Lucía y Mercedes. No encontré respuestas mágicas ni consuelo inmediato, pero sí una comunidad dispuesta a escucharme sin juzgar.

Poco a poco, mi familia empezó a sanar también por dentro. Mi padre pidió perdón entre lágrimas; Lucía y yo aprendimos a apoyarnos sin reproches. Mamá nunca volvió a ser la misma físicamente, pero su sonrisa —cuando por fin volvió— tenía una luz nueva.

Hoy miro atrás y me pregunto: ¿fue la fe lo que nos salvó? ¿O fue el simple acto de no rendirnos nunca? Quizá ambas cosas sean lo mismo.

¿Vosotros también habéis sentido alguna vez que solo os quedaba rezar? ¿Creéis que la fe puede unir lo que parecía roto para siempre?