La Última Conversación: Entre el Dolor y la Dignidad

—¿Por qué ahora, Luis? ¿Por qué después de todo lo que has hecho? —escupí las palabras sin poder contener el temblor en mi voz. La cocina olía a café frío y a rabia contenida. Luis, mi exmarido, estaba allí, sentado en la silla donde tantas veces desayunó con nosotros antes de que su doble vida saliera a la luz.

Él bajó la mirada, incapaz de sostenerme los ojos. —Necesito ver a Daniel. Solo quiero despedirme…

Me quedé quieta, con las manos apretadas sobre la mesa. Recordé cada noche en vela, cada mentira descubierta, cada lágrima de mi hijo preguntando por qué papá ya no venía a los partidos de fútbol. Luis había sido infiel durante años, con una compañera del trabajo, y cuando todo estalló, simplemente se fue. No hubo disculpas sinceras, ni intentos reales de reparar el daño. Solo silencio y ausencias.

—¿Despedirte? —repetí, casi riendo por no llorar—. ¿Sabes cuántas veces Daniel te ha esperado en la puerta? ¿Cuántas veces me ha preguntado si volverías?

Luis se encogió de hombros, derrotado. —Me han ofrecido un trabajo en Valencia. Me voy la semana que viene. No sé cuándo podré volver…

Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Daniel tenía solo nueve años y ya había aprendido demasiado sobre el abandono. ¿Debía permitirle otra herida? ¿O era peor negarle la oportunidad de decir adiós?

Mi madre, Carmen, siempre me decía que los hijos no deberían cargar con los errores de los padres. Pero también sabía que proteger a Daniel era mi deber. Esa noche, mientras él dormía abrazado a su peluche favorito, me senté a su lado y le acaricié el pelo.

—Mamá, ¿papá va a venir mañana? —preguntó de repente, con los ojos abiertos en la oscuridad.

Tragué saliva. —Quiere verte antes de irse a trabajar lejos…

Daniel no dijo nada más. Se giró hacia la pared y supe que estaba llorando en silencio.

Al día siguiente llamé a mi hermana Lucía. Siempre había sido mi confidente.

—No sé qué hacer —le confesé—. Si le dejo verle, temo que Daniel sufra aún más. Pero si no le dejo… ¿y si algún día me lo reprocha?

Lucía suspiró al otro lado del teléfono. —Haz lo que te dicte el corazón, Ana. Pero no cargues tú sola con todo el dolor.

Esa tarde fui al colegio a recoger a Daniel. Vi cómo miraba a los otros niños que salían corriendo hacia sus padres. Sentí una punzada de culpa y rabia.

En casa preparé su merienda favorita: bocadillo de jamón y zumo de naranja. Me senté frente a él.

—Daniel, papá quiere verte para despedirse. ¿Tú quieres verle?

Me miró con esos ojos grandes y tristes que tanto me recordaban a los míos cuando era niña.

—No lo sé, mamá. Si viene… ¿se va a quedar esta vez?

Negué con la cabeza, tragándome el llanto.

—No, cariño. Solo quiere decirte adiós antes de irse a Valencia.

Daniel bajó la mirada y jugueteó con las migas del pan.

—Entonces… sí quiero verle. Pero solo un rato.

Esa noche apenas dormí. Recordaba las discusiones con Luis antes del divorcio: los gritos ahogados para que Daniel no escuchara, las promesas rotas, las excusas absurdas.

El día del encuentro llegó demasiado pronto. Luis llegó puntual por primera vez en años. Llevaba una bolsa con un balón nuevo y una camiseta del Atlético de Madrid.

—Hola, campeón —dijo intentando sonar alegre.

Daniel se quedó quieto en el umbral del salón.

—Hola —respondió sin moverse.

Me quedé en la cocina fingiendo ordenar los platos pero escuchando cada palabra.

—Sé que he fallado mucho —dijo Luis—. No he sido el padre que mereces…

Daniel apretó los labios.

—¿Por qué te vas otra vez?

Luis se arrodilló para estar a su altura.

—A veces los mayores cometemos errores muy grandes y no sabemos cómo arreglarlos… Pero te quiero mucho, hijo.

Daniel no respondió. Solo aceptó el balón y la camiseta sin mirarle a los ojos.

Cuando Luis se fue, Daniel vino corriendo hacia mí y se abrazó fuerte a mi cintura.

—¿Por qué papá no puede quedarse nunca?

No supe qué decirle. Solo le abracé y lloramos juntos en silencio.

Esa noche llamé a mi madre.

—¿He hecho bien? —le pregunté entre sollozos.

Ella suspiró al otro lado del teléfono.

—Has hecho lo mejor que podías con lo que tenías, Ana. Nadie puede pedirte más.

Ahora escribo esto mientras Daniel duerme. El silencio pesa en casa como nunca antes. Me pregunto si algún día podré perdonar a Luis por todo el daño causado o si aprenderé a vivir con este vacío compartido entre mi hijo y yo.

¿Hice bien en dejarle despedirse? ¿O solo he abierto una herida más profunda? ¿Qué haríais vosotros en mi lugar?