La última noche en casa: Confesiones de un padre arrepentido

—¿Te vas a ir así, sin más? —La voz de Lucía retumbó en el pasillo, quebrada, como si cada palabra le costara un pedazo de alma.

Me quedé quieto, con la mano en la maleta y el corazón en la garganta. El reloj de la entrada marcaba las dos de la madrugada. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales con furia, como si quisiera impedirme salir. Mi hijo, Diego, dormía en su habitación, ajeno al huracán que se desataba en nuestro hogar.

—No es tan sencillo, Lucía —susurré, incapaz de mirarla a los ojos—. No sé cómo hemos llegado hasta aquí.

Ella se acercó despacio, envuelta en esa bata azul que tanto me gustaba. Sus ojos estaban hinchados de tanto llorar. —¿De verdad crees que esto es lo mejor para nosotros? ¿Para Diego?

No supe qué responder. La culpa me ahogaba. Había conocido a Marta en el trabajo hacía seis meses. Al principio solo eran charlas inocentes en la cafetería del hospital, pero poco a poco me fui dejando arrastrar por una ilusión que confundí con felicidad. Me sentía invisible en casa, atrapado en la rutina, y busqué fuera lo que no supe pedir dentro.

—No te vayas, por favor —suplicó Lucía, con la voz rota—. Podemos intentarlo de nuevo. Por Diego… por nosotros.

Sentí un nudo en el estómago. ¿Cómo explicarle que ya había cruzado una línea? Que había mentido tantas veces que ya no sabía distinguir la verdad. Que cada vez que miraba a Diego a los ojos sentía que le fallaba como padre.

—Lo siento —musité—. No merecéis esto.

Lucía se desplomó en el sofá, sollozando. Yo salí al rellano con la maleta temblando en mi mano. Bajé las escaleras como un ladrón y me perdí en la noche madrileña, bajo una lluvia que parecía querer lavarme los pecados.

Los primeros días fuera fueron un infierno disfrazado de libertad. Marta me recibió con los brazos abiertos, pero yo solo pensaba en Diego y Lucía. Cada vez que sonaba el móvil y veía una foto de mi hijo, sentía un dolor punzante en el pecho. Marta intentaba animarme:

—Tienes derecho a ser feliz, Pablo —me decía—. No puedes vivir atado al pasado.

Pero yo no era feliz. Había cambiado los abrazos de mi hijo por una cama ajena y fría. Las cenas familiares por silencios incómodos y remordimientos.

Un domingo por la tarde, después de dos semanas sin ver a Diego, decidí llamarlo. Lucía contestó con voz seca:

—No quiere hablar contigo.

—Por favor… sólo quiero oírle la voz.

Escuché un murmullo al fondo y luego el llanto ahogado de Diego. Se me partió el alma.

—Papá… ¿por qué te has ido? —preguntó entre sollozos.

No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle a un niño de ocho años que su padre había destrozado todo por egoísmo? Solo pude repetir una y otra vez:

—Te quiero mucho, hijo… te quiero muchísimo.

Colgó sin despedirse. Esa noche no dormí. Miré el techo blanco del piso de Marta y sentí que me ahogaba. Al día siguiente volví al hospital como un autómata, incapaz de concentrarme en los pacientes o en las bromas de los compañeros.

Pasaron los meses y la distancia se hizo costumbre. Marta empezó a cansarse de mis silencios y mis ausencias mentales. Una tarde me dijo:

—Pablo, no puedes seguir así. Si no quieres estar conmigo, dímelo.

No respondí. Sabía que ella tenía razón. Había perdido a mi familia y ahora también estaba perdiendo lo poco que me quedaba.

Un viernes por la noche recibí un mensaje de Lucía: “Diego tiene fiebre alta. No para de preguntar por ti”. Sin pensarlo dos veces, salí corriendo hacia nuestro antiguo piso. Cuando abrí la puerta, Lucía me miró con una mezcla de rabia y cansancio.

—Está en su cuarto —dijo sin mirarme—. Pero no le hagas promesas que no puedas cumplir.

Entré en la habitación y vi a Diego acurrucado bajo las sábanas, con las mejillas ardiendo y los ojos vidriosos.

—Papá… ¿te vas a quedar esta vez?

Me senté a su lado y le acaricié el pelo mojado por el sudor.

—Voy a intentar arreglarlo todo, hijo —le prometí con la voz quebrada—. No sé cómo, pero lo intentaré.

Esa noche me quedé dormido en una silla junto a su cama. Al amanecer, Lucía entró con una taza de café y se sentó frente a mí.

—¿Por qué lo hiciste? —preguntó en voz baja—. ¿Por qué nos destrozaste?

No tenía una respuesta clara. Solo lágrimas y arrepentimiento.

—Pensé que era infeliz… pero ahora sé que la verdadera felicidad era esto: vosotros dos, nuestra vida juntos… aunque fuera imperfecta.

Lucía suspiró y apartó la mirada.

—No sé si podré perdonarte algún día —admitió—. Pero Diego te necesita… Y yo también necesito tiempo para curar todo esto.

Durante meses luché por recuperar su confianza: recogía a Diego del colegio, ayudaba con los deberes, cocinaba sus platos favoritos… Pero cada gesto era una batalla contra el recuerdo de mi traición.

En Navidad, cuando Diego abrió su regalo y me abrazó fuerte, sentí por primera vez una chispa de esperanza. Lucía sonrió tímidamente desde la cocina. No era un perdón completo, pero era un comienzo.

Hoy sigo luchando cada día por ser mejor padre y mejor persona. Sé que nunca podré borrar el daño que hice, pero intento construir algo nuevo sobre las ruinas del pasado.

A veces me pregunto: ¿Merece alguien como yo una segunda oportunidad? ¿Es posible reconstruir una familia después de haberla roto? ¿Vosotros qué pensáis?