La Última Promesa a Mi Madre: Entre Lágrimas y Esperanza en Salamanca

—¿Por qué has venido ahora, Lucía? —La voz de mi hermano Álvaro retumba en la habitación, más fuerte que la lluvia que golpea los cristales del hospital de Salamanca.

No respondo. Solo miro a mi madre, tan pequeña entre las sábanas blancas, con la piel translúcida y los ojos cerrados. Su respiración es un susurro, un hilo que amenaza con romperse en cualquier momento. Me aferro a su mano, temblando.

—No es el momento, Álvaro —susurra mi tía Carmen, sentada en una esquina con las manos entrelazadas. Pero él no se detiene.

—Han pasado cinco años, Lucía. Cinco años sin una llamada, sin una visita. Y ahora vienes cuando mamá ya no puede ni hablar.

Siento el peso de sus palabras como piedras en el pecho. ¿Cómo explicarle que el miedo me paralizó? Que después de aquella discusión brutal con mi padre, cuando juré no volver a pisar esta casa, me convertí en una sombra de mí misma en Madrid. Que cada cumpleaños de mamá lo pasé llorando frente a una vela solitaria, incapaz de marcar su número.

—He venido porque… —mi voz se quiebra— porque no podía dejarla sola.

Álvaro se gira hacia la ventana. El silencio se instala, solo roto por el pitido monótono de la máquina que marca los latidos de mamá. Recuerdo cuando era niña y ella me arropaba cada noche, contándome historias de su infancia en Zamora. Ahora soy yo quien la arropa, quien le acaricia el pelo mientras sus párpados tiemblan.

De repente, mamá abre los ojos. Son dos luceros apagados pero llenos de ternura. Me mira y sonríe apenas.

—Lucía… —su voz es un suspiro— prométeme que cuidarás de tu hermano…

Las lágrimas me nublan la vista. Asiento, aunque sé que Álvaro no me lo pondrá fácil. Él siempre fue el fuerte, el que se quedó cuando yo huí. El que soportó las noches de gritos y portazos tras la muerte de papá.

—Te lo prometo, mamá —digo, apretando su mano con fuerza.

Carmen solloza en silencio. Álvaro no se mueve. La lluvia arrecia y por un momento pienso que el mundo entero llora con nosotros.

Esa noche no duermo. Me quedo sentada junto a la cama, escuchando la respiración entrecortada de mamá y el murmullo lejano de las enfermeras en el pasillo. Pienso en todo lo que no le dije: cuánto la quiero, cuánto la he echado de menos, cuánto me arrepiento de haberme ido.

A las seis de la mañana, mamá se va. Se va en silencio, como vivió los últimos meses: sin quejarse, sin hacer ruido. Carmen me abraza y llora sobre mi hombro. Álvaro sale de la habitación sin mirarme.

El funeral es pequeño. Solo estamos nosotros, algunos vecinos y las amigas del centro social donde mamá hacía voluntariado. Nadie menciona las peleas ni los años perdidos. Todos hablan de su generosidad, de cómo siempre tenía un plato caliente para quien lo necesitara.

Después del entierro, volvemos a casa. La casa donde crecimos, donde cada rincón guarda un recuerdo: el olor a café por las mañanas, las risas en Navidad, las discusiones por tonterías. Álvaro se encierra en su habitación. Yo me quedo en el salón, mirando las fotos familiares alineadas sobre la repisa.

Carmen se sienta a mi lado.

—No ha sido fácil para ninguno —dice—. Pero tu madre te quería más que a nada en este mundo.

—Lo sé… pero siento que he llegado tarde —respondo entre sollozos.

—Nunca es tarde para pedir perdón —me dice suavemente—. Ni para empezar de nuevo.

Esa noche busco a Álvaro. Está sentado en el balcón, fumando un cigarro bajo la lluvia fina.

—¿Puedo sentarme? —pregunto.

Él asiente sin mirarme.

—Sé que me odias —empiezo—. Y tienes razón para hacerlo. Te dejé solo con todo esto…

Álvaro tira el cigarro y suspira.

—No te odio, Lucía. Solo… no entiendo por qué te fuiste así. Mamá te echó mucho de menos.

Me trago las lágrimas y le cuento todo: el miedo, la culpa, la soledad en Madrid, los ataques de ansiedad cada vez que pensaba en volver. Le hablo de las noches sin dormir, del trabajo precario en una cafetería del centro, del vacío inmenso que sentía lejos de casa.

Por primera vez en años, hablamos sin gritos ni reproches. Solo dos hermanos intentando entenderse entre las ruinas del pasado.

Los días pasan lentos. Carmen nos ayuda a vaciar la casa: ropa vieja, cartas amarillentas, fotos descoloridas. Encontramos una caja con cartas que mamá nos escribió pero nunca envió. En una de ellas leo: “Ojalá mis hijos puedan perdonarse algún día y recordar que lo único importante es el amor”.

Lloro al leer esas palabras. Álvaro me abraza torpemente y siento que algo se rompe dentro de mí: el muro que levanté durante años empieza a desmoronarse.

Decidimos quedarnos juntos en Salamanca un tiempo más. Poco a poco volvemos a reírnos por tonterías, a cocinar juntos como cuando éramos niños. El dolor sigue ahí, pero también la esperanza.

A veces me pregunto si mamá sabía que su última promesa sería el principio de nuestra reconciliación. Si tuvo fe en que podríamos reconstruirnos desde los pedazos rotos.

Ahora miro al cielo gris desde el balcón y pienso:

¿Es posible perdonar del todo? ¿O solo aprendemos a vivir con las cicatrices?

¿Vosotros habéis tenido que reconstruir una familia rota alguna vez? ¿Qué haríais para cumplir una última promesa?