La visita que nunca termina: El peso de una suegra en mi hogar
—¿Otra vez has cambiado las cortinas del salón? —La voz de Carmen retumbó en el pasillo antes siquiera de que pudiera responderle. Me giré, apretando los dientes, y la vi plantada en la entrada, con su bolso colgando del brazo y esa mirada inquisitiva que tanto detestaba.
—Carmen, ¿qué haces aquí? —intenté sonar cordial, pero el temblor en mi voz me traicionó.
—Vengo a ver a mi hijo. ¿O acaso tengo que pedir permiso para entrar en la casa de Alejandro? —replicó, dejando claro que para ella, este piso en el centro de Madrid seguía siendo territorio familiar, aunque yo llevase cinco años pagando la hipoteca junto a su hijo.
Desde el primer día supe que Carmen sería un problema. Alejandro y yo nos conocimos en la universidad, y aunque él siempre fue cariñoso y atento, nunca supo poner límites a su madre. Cuando nos casamos, pensé ingenuamente que las cosas cambiarían. Pero Carmen tenía una llave —una copia que Alejandro nunca se atrevió a reclamar— y la usaba como si fuera la dueña de la casa.
Al principio eran visitas cortas: venía a dejar tuppers con cocido o a regar las plantas cuando estábamos de viaje. Pero pronto empezó a aparecer sin avisar, criticando mi forma de limpiar, mis recetas, incluso la manera en que organizaba los libros en la estantería.
—Victoria, ¿no ves que así se llenan de polvo? —decía mientras recolocaba los libros por colores—. En mi casa siempre estaban por orden alfabético.
Yo tragaba saliva y me mordía la lengua. No quería discutir delante de Alejandro. Pero cada vez que él llegaba del trabajo y veía a su madre sentada en nuestro sofá, sonreía como si nada pasara.
—Mamá solo quiere ayudar —me decía él después, cuando yo le reprochaba su falta de apoyo.
—No necesito ayuda. Necesito privacidad —le respondía yo, sintiendo cómo una grieta invisible se abría entre nosotros.
La situación empeoró cuando nació nuestra hija, Lucía. Carmen venía todos los días «a ver a la niña», pero en realidad venía a supervisarme. Si Lucía lloraba, era porque yo no sabía calmarla. Si no comía bien, era porque yo no sabía cocinar purés como los suyos. Empecé a sentirme una extraña en mi propia casa.
Una tarde, después de una discusión especialmente dura —Carmen había decidido reorganizar toda la ropa de Lucía sin preguntarme— exploté.
—¡Basta ya! Esta es mi casa y son mis normas. No puedes entrar cuando quieras y hacer lo que te dé la gana —le grité, con lágrimas en los ojos.
Carmen me miró con desprecio.
—Si no fuera por mí, este hogar estaría hecho un desastre. Alejandro nunca ha sabido elegir bien…
No pude más. Salí corriendo al dormitorio y cerré la puerta tras de mí. Escuché cómo Carmen murmuraba algo antes de irse dando un portazo.
Esa noche, Alejandro y yo tuvimos nuestra peor pelea.
—No puedo elegir entre vosotras —me dijo él, derrotado—. Es mi madre…
—Y yo soy tu mujer. ¿Cuándo vas a defenderme?
Pasaron semanas sin que Carmen viniera. Sentí alivio al principio, pero pronto noté el vacío que había dejado en Alejandro. Estaba distante, ausente. Una tarde lo encontré hablando por teléfono con ella en el balcón.
—No puedo más —le confesé esa noche—. O pones límites o esto no va a funcionar.
Alejandro prometió hablar con ella. Pero Carmen era terca como una mula. Un sábado por la mañana apareció con maletas.
—Me han echado del piso —anunció dramáticamente—. No tengo dónde ir.
La realidad era otra: había discutido con su casero por no pagar el alquiler a tiempo. Pero Alejandro no supo decirle que no.
Así empezó la peor etapa de mi vida: tres meses compartiendo techo con Carmen. Cada día era una batalla silenciosa: por el baño, por la televisión, por la comida. Lucía empezó a tener pesadillas; yo apenas dormía. Mi matrimonio pendía de un hilo.
Un día encontré a Carmen rebuscando entre mis cosas. Había abierto mi diario y lo leía con descaro.
—¿Qué haces? —le grité, quitándole el cuaderno de las manos.
—Solo quería entenderte mejor —respondió con frialdad—. Pero veo que aquí no soy bienvenida.
Esa noche hice las maletas y me fui con Lucía a casa de mi hermana, Marta. Lloré como nunca antes lo había hecho. Alejandro vino a buscarme al día siguiente.
—Lo siento —me dijo entre lágrimas—. No sabía cuánto daño os estaba haciendo.
Le pedí que eligiera: o su madre o nosotras. Fue una decisión dolorosa para él, pero finalmente habló con Carmen y le pidió que se fuera.
Hoy vivimos tranquilos, aunque las heridas tardarán en sanar. Carmen sigue siendo parte de nuestras vidas, pero ahora hay límites claros. A veces me pregunto si hice bien en ser tan tajante… ¿Hasta dónde debemos ceder por amor? ¿Dónde está el equilibrio entre familia y pareja? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?