Lágrimas en el móvil: Cuando mi hija ya no me recuerda

—¿Mamá, me puedes hacer un Bizum de cien euros? Es urgente, de verdad.

La voz de Lucía, mi hija, suena al otro lado del teléfono tan lejana como si estuviera llamando desde otro continente, aunque vive a apenas veinte minutos en metro de mi piso en Vallecas. Aprieto el móvil contra la oreja y contengo el suspiro. No quiero que note el temblor en mi voz.

—¿Para qué lo necesitas, cariño?

—Mamá, por favor, no empieces. Es para una cosa de la universidad. ¿Me lo haces o no?

Cuelgo después de prometerle el dinero. Me quedo mirando la pantalla negra del móvil, reflejando mis ojeras y la tristeza que se ha instalado en mi rostro desde hace meses. Antes, Lucía y yo éramos inseparables. Recuerdo las tardes de domingo cocinando juntas, riéndonos mientras hacíamos croquetas y escuchábamos a Sabina. Ahora, solo recibo mensajes suyos cuando necesita algo: dinero, papeles, una receta que no encuentra en Google.

Mi marido, Antonio, murió hace cinco años. Desde entonces, la casa se me ha hecho enorme y fría. Lucía tenía diecisiete cuando él se fue; yo pensé que eso nos uniría más. Pero la vida siguió y ella se fue distanciando poco a poco. Primero fueron las salidas con amigas, luego la universidad en otra ciudad, después el Erasmus en Italia… Y ahora, aunque ha vuelto a Madrid, parece que nunca está realmente aquí.

A veces me pregunto si he hecho algo mal. ¿Fui demasiado blanda? ¿Demasiado exigente? ¿O simplemente la vida es así y los hijos se alejan sin darnos cuenta?

El otro día, en la frutería, me encontré con Carmen, la madre de Sergio, el mejor amigo de Lucía en el colegio. Me preguntó por ella y no supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que apenas sé nada de mi propia hija? Que solo sé de su vida por las fotos que sube a Instagram: fiestas, viajes, sonrisas perfectas rodeada de gente que no conozco.

Por las noches me siento en el sofá y repaso mentalmente cada conversación que hemos tenido en los últimos meses. Todas giran en torno al dinero o a favores. Nunca me pregunta cómo estoy. Nunca me dice si es feliz o si tiene miedo a algo. A veces intento llamarla solo para charlar, pero siempre está ocupada: «Mamá, te llamo luego», dice… y ese luego nunca llega.

El domingo pasado fue su cumpleaños. Le preparé su tarta favorita —la de zanahoria— y le mandé un mensaje para invitarla a comer. Me contestó dos horas después: «No puedo, tengo planes con mis amigos. Gracias por la tarta». Me quedé sentada a la mesa con dos platos servidos y una vela encendida que se consumió sola.

Esa noche no pude dormir. Me levanté y busqué fotos antiguas: Lucía con trenzas en la playa de Benidorm; Lucía disfrazada de princesa en Carnaval; Lucía abrazada a Antonio en el parque del Retiro. ¿Dónde quedó esa niña? ¿En qué momento se convirtió en una desconocida?

Ayer por la tarde vino a casa a recoger un paquete que le había llegado aquí por error. Entró deprisa, sin apenas mirarme.

—¿Tienes algo para comer? —preguntó mientras rebuscaba en la nevera.

—He hecho lentejas —le dije esperanzada.

—No tengo tiempo, mamá. Dame un tupper si quieres.

Mientras llenaba el recipiente, intenté entablar conversación:

—¿Cómo te va en la universidad? ¿Te gusta lo que estudias?

—Sí, mamá, todo bien. Tengo prisa —contestó sin mirarme.

Se fue igual de rápido que llegó. Me quedé con las palabras atascadas en la garganta y el corazón hecho trizas.

Por la noche llamé a mi hermana Pilar para desahogarme.

—No te lo tomes así, Ana —me dijo—. Los jóvenes son así ahora. Ya volverá cuando te necesite de verdad.

Pero yo no quiero ser solo un recurso al que acudir cuando todo falla. Quiero ser su madre, su refugio, su amiga… como antes.

Hoy he decidido escribirle una carta. No sé si la leerá, pero necesito decirle todo lo que siento:

«Querida Lucía:
Sé que estás ocupada y que tu vida va muy deprisa ahora mismo. Pero quiero que sepas que te echo de menos cada día. Echo de menos nuestras charlas interminables, nuestras risas tontas y hasta nuestras discusiones por tonterías. No quiero ser solo alguien a quien pides dinero o favores; quiero seguir siendo tu madre, esa persona a la que puedes acudir cuando estés triste o feliz o simplemente quieras compartir un café. Te quiero más de lo que imaginas y siempre estaré aquí para ti, pero también necesito sentirme parte de tu vida. Con amor,
Mamá»

Doblo la carta y la dejo sobre su cama vacía, esperando que algún día vuelva a leerla.

A veces me pregunto si todas las madres sienten este vacío cuando sus hijos crecen y se alejan. ¿Es esto normal? ¿O es culpa mía por no saber soltar o por haber dado demasiado? No lo sé… pero duele.

¿Alguien más siente este silencio en casa? ¿En qué momento dejamos de ser familia para convertirnos en simples conocidos?