Las palabras de mi hija me rompieron: «¿Vacaciones mientras nos ahogamos en deudas?»
—¿De verdad os vais otra vez a la playa? —La voz de Lucía, mi hija, atravesó el teléfono como un cuchillo. Era sábado por la mañana y Enrique y yo estábamos preparando las maletas para pasar una semana en Benidorm. Habíamos ahorrado durante años para poder permitirnos estos pequeños lujos tras la jubilación. Pero su tono me hizo sentir como si estuviera cometiendo un crimen.
—Lucía, hija, sólo es una escapada. Tú sabes que llevamos toda la vida trabajando para esto —intenté justificarme, pero ya sentía el nudo en el estómago.
—¿Y mientras tanto qué? ¿Nosotros aquí, contando céntimos para pagar la hipoteca y el colegio de los niños? —Su voz temblaba entre la rabia y el llanto—. Mamá, ¿no ves que estamos ahogados?
Colgué el teléfono y me quedé mirando a Enrique. Él intentó sonreírme, pero sus ojos reflejaban la misma culpa que sentía yo. Durante toda la vida habíamos soñado con este momento: pasear por la playa al atardecer, leer sin mirar el reloj, viajar a Granada a ver la Alhambra sin prisas. Pero ahora, cada vez que intentábamos disfrutarlo, las palabras de Lucía nos perseguían como una sombra.
Recuerdo cuando Lucía era pequeña y venía corriendo a nuestro cuarto después de una pesadilla. Yo la abrazaba fuerte y le decía que todo iría bien. Ahora era ella quien tenía pesadillas, pero esta vez yo no sabía cómo protegerla. Su marido, Sergio, perdió el trabajo hace un año y desde entonces sobreviven con su sueldo de administrativa y algún que otro encargo que él consigue en negro. Los niños, mis nietos, han dejado las extraescolares porque no pueden pagarlas. Y nosotros… nosotros nos sentimos egoístas cada vez que reservamos un hotel.
—¿Y si les ayudamos más? —me preguntó Enrique esa noche, tumbados en la cama del hostal barato al que finalmente fuimos porque no tuve valor para cancelar del todo el viaje.
—¿Con qué? —le respondí—. Ya les damos doscientos euros al mes. Si seguimos así, acabaremos nosotros también sin nada.
—Pero son nuestros hijos…
—¿Y nosotros? ¿No tenemos derecho a vivir tranquilos después de tantos años?
El silencio se instaló entre nosotros como una tercera persona en la habitación. No dormí en toda la noche. Pensé en mi madre, que siempre decía: «Los hijos son para toda la vida». Pero también recordé a mi padre: «No te olvides nunca de ti misma».
Al volver a casa, Lucía vino a vernos. No traía a los niños. Se sentó en la mesa del comedor y bajó la mirada.
—Perdón por lo del otro día —dijo en voz baja—. Estoy muy agobiada, mamá.
La abracé y sentí su cuerpo temblar como cuando era niña. Me contó que Sergio había tenido una entrevista pero no le habían cogido. Que el banco les había dado un ultimátum para ponerse al día con la hipoteca. Que no podía dormir pensando en cómo iban a comprar libros para el curso siguiente.
—No quiero que dejéis de vivir por nosotros —me dijo—. Pero a veces siento que me ahogo y no sé a quién pedir ayuda.
Me rompí por dentro. Quise decirle que todo iría bien, como cuando era pequeña, pero esta vez no podía prometerlo. Enrique entró en la cocina y nos vio abrazadas. Se sentó con nosotras y estuvimos horas hablando, llorando y riendo entre recuerdos de cuando Lucía era niña y todo parecía más sencillo.
Esa noche, Enrique y yo hablamos largo rato.
—¿Y si vendemos el piso grande y nos vamos a uno más pequeño? —propuso él—. Así podríamos ayudarles más sin quedarnos sin nada.
La idea me asustó al principio. Era renunciar a nuestro hogar, a los recuerdos de toda una vida. Pero también era una forma de estar presentes para Lucía sin dejar de cuidarnos nosotros.
Pasaron semanas de dudas, discusiones y cálculos. Al final, pusimos el piso en venta. Lucía lloró cuando se lo contamos.
—No quiero que hagáis esto por mí —dijo entre sollozos.
—No lo hacemos sólo por ti —le respondí—. Lo hacemos porque somos familia y porque queremos vivir tranquilos sabiendo que tú también puedes respirar.
Nos mudamos a un piso más pequeño en las afueras de Madrid. No tiene terraza ni vistas al parque donde jugaba Lucía de niña, pero tiene algo nuevo: paz. Ahora podemos ayudarles con más tranquilidad y aún nos queda algo para algún viaje corto o una cena especial.
A veces echo de menos mi antigua casa, mis rutinas, mi independencia total. Pero cuando veo a Lucía sonreír otra vez o a mis nietos volver a sus extraescolares, siento que hemos hecho lo correcto.
Sin embargo, no puedo evitar preguntarme: ¿Hasta dónde debe llegar el sacrificio de unos padres? ¿Dónde está el límite entre ayudarlos y olvidarnos de nosotros mismos? ¿Es justo renunciar a nuestros sueños por los de nuestros hijos?
Quizá nunca encuentre una respuesta clara. Pero cada noche, antes de dormir, me repito: «¿Acaso existe una jubilación real cuando tienes hijos? ¿O es sólo un espejismo del que despertamos cuando más necesitamos descansar?»