Las paredes que me vieron crecer: una vida entre recuerdos y decisiones
—Mamá, tienes que pensarlo en serio. No puedes seguir aquí sola —la voz de Luis retumba en el salón, rebotando en las paredes que han escuchado tantas risas y llantos.
Me quedo mirando la taza de café entre mis manos. El vapor se disipa, igual que la paciencia de mi hijo. Llevo casi cuarenta años en este piso de Carabanchel. Aquí aprendí a ser madre, esposa y, después, viuda. Aquí vi crecer a mis hijos, aquí lloré la muerte de Antonio, aquí celebré los cumpleaños de mis nietos. ¿Cómo puede Luis pedirme que lo venda? ¿Cómo puede no entender que estas paredes conocen cada uno de mis suspiros?
—Luis, hijo, no es tan fácil. Este piso es mi vida —le respondo con voz temblorosa.
Él suspira, se pasa la mano por el pelo y mira por la ventana. Afuera llueve, como si el cielo también llorara conmigo.
—Mamá, no quiero que te pase nada. El barrio ya no es lo que era. El otro día asaltaron a la señora Carmen en el portal de al lado. Además, en Getafe estarías cerca de nosotros, podrías ver a los niños todos los días…
Me duele el pecho. ¿No entiende que no es solo una cuestión de seguridad? Es el olor a café por las mañanas, el sonido del ascensor viejo, las marcas en la pared del pasillo donde medíamos a los niños cada año. Es la cocina donde Antonio me abrazaba por detrás mientras cocinaba lentejas.
—¿Y si no me acostumbro? —pregunto bajito.
Luis se arrodilla frente a mí y me toma las manos.
—Te acostumbrarás, mamá. Lo importante es que estés bien.
Pero yo sé que no es tan sencillo. Cuando Luis se va, la casa se queda en silencio. Camino por el pasillo y acaricio las marcas de lápiz en la pared: “Marina 1,10 m — 1992”, “Luis 1,15 m — 1994”. Me siento en el sofá y cierro los ojos. Escucho las risas de mis hijos jugando al escondite, los gritos de Antonio viendo el fútbol, el llanto de Marina cuando se cayó y se hizo una herida en la barbilla.
Por la noche sueño con el piso vacío. Las habitaciones sin muebles, las paredes desnudas. Me despierto sudando y con lágrimas en los ojos.
Al día siguiente viene Marina. Ella vive en Barcelona y no puede venir tan a menudo como quisiera. Me abraza fuerte y me mira con esos ojos grandes que heredó de su padre.
—Mamá, ¿de verdad quieres vender?
Niego con la cabeza.
—No quiero, pero Luis insiste… Dice que aquí estoy sola.
Marina suspira.
—Luis siempre fue más práctico. Yo te entiendo, mamá. Este piso es parte de ti… Pero también entiendo a Luis. Tiene miedo de que te pase algo.
Nos quedamos en silencio un rato. Marina me ayuda a preparar la cena y hablamos de cosas triviales: el trabajo, los niños, la última vez que fuimos todos juntos al Retiro.
Esa noche no puedo dormir. Me levanto y recorro la casa descalza. Entro en la habitación de los niños: aún guardo sus juguetes viejos en una caja bajo la cama. En el salón veo el sillón donde Antonio leía el periódico cada domingo. En la cocina abro el cajón donde guardo las cartas que me escribía cuando trabajaba fuera.
Me siento en la mesa y leo una al azar:
“Carmen, echo de menos tu risa en la cocina. Pronto estaré en casa.”
Las lágrimas caen sobre el papel amarillento.
Al día siguiente llamo a Luis.
—Hijo, he decidido quedarme… al menos un tiempo más.
Silencio al otro lado del teléfono.
—¿Estás segura?
—Sí. Este piso es mi refugio. No puedo dejarlo todavía.
Luis no dice nada durante unos segundos.
—Vale, mamá… Pero prométeme que si algún día te sientes mal o necesitas ayuda, me lo dirás.
—Te lo prometo.
Cuelgo y respiro hondo. Siento alivio y miedo al mismo tiempo. Sé que algún día tendré que marcharme, pero hoy no. Hoy todavía pertenezco a estas paredes.
Por la tarde bajo a comprar pan y me encuentro con la señora Carmen en el portal. Hablamos del tiempo y de lo caro que está todo últimamente. Me cuenta que su nieta ha encontrado trabajo en Valencia y que está pensando en irse con ella.
—¿Y usted, Carmen? ¿No le da pena dejar todo esto?
Ella sonríe triste.
—Claro que sí… Pero a veces hay que elegir entre los recuerdos y la familia.
Subo a casa pensativa. ¿Será cierto? ¿Estoy siendo egoísta por aferrarme a este piso? ¿O es legítimo querer quedarse donde una ha sido feliz?
Por la noche llamo a Marina para contarle mi decisión. Ella me escucha y me apoya sin juzgarme.
—Mamá, hagas lo que hagas, yo estaré contigo.
Cuelgo y miro alrededor: las fotos familiares en la estantería, las cortinas que cosí con mi madre hace tantos años, el reloj antiguo que heredé de mi abuela.
Quizá algún día tenga fuerzas para marcharme… Pero hoy no puedo dejar atrás las paredes que han sido testigo de toda mi vida.
¿Vosotros qué haríais? ¿Seríais capaces de dejar vuestro hogar por empezar de nuevo cerca de los vuestros? ¿O lucharíais por quedarnos donde están vuestras raíces?