Madre, ¿dónde estabas cuando te necesitábamos?
—¿Por qué tu hijo no me hace caso?— La voz de mi suegra, Carmen, retumba en el pasillo mientras cierro la puerta de la cocina. Aprieto los puños. Otra vez la misma queja, otra vez la misma sensación de estar en deuda con todos.
Me miro en el reflejo de la ventana y veo mis ojos cansados, los mismos que tenía mi madre, Lucía, antes de desaparecer de nuestras vidas. Recuerdo su último portazo, el eco de su ausencia llenando la casa como un frío imposible de calentar. Tenía once años cuando dejó de venir a buscarnos al colegio. Mi hermano Diego y yo nos quedamos sentados en el bordillo, mirando cómo los demás niños se iban con sus madres. Nadie vino por nosotros.
—¿Dónde está mamá? —preguntó Diego, con la voz temblorosa.
No supe qué responderle. Solo le apreté la mano y le prometí que todo iría bien. Pero no fue así. Papá empezó a llegar más tarde cada día, la casa se llenó de silencios y platos sin lavar. Aprendí a hacer lentejas mirando vídeos en YouTube y a coser los botones de las camisas del colegio. Diego dejó de hablarme durante meses. Yo me convertí en madre antes de tiempo.
Ahora, años después, Carmen me mira con esa mezcla de reproche y lástima que tanto detesto.
—Es que no me escucha, Laura. No me hace caso. No sé qué he hecho mal.
Me muerdo la lengua para no gritarle que al menos ella está aquí, que al menos lo intenta. Pero no puedo evitar sentir rabia. ¿Por qué nadie entiende lo difícil que es esto? ¿Por qué todos esperan que yo repare lo que otros rompieron?
Mi hijo, Álvaro, tiene quince años y una rebeldía que me recuerda a mí misma. Se encierra en su cuarto con la música a todo volumen y apenas sale para comer. Carmen insiste en que debería pasar más tiempo con ella, pero Álvaro solo quiere estar solo.
—Déjale espacio —le digo a Carmen—. Está en esa edad.
Ella suspira y se marcha al salón, arrastrando los pies. Me quedo sola en la cocina, rodeada de platos sucios y recuerdos que no me dejan respirar.
Esa noche sueño con mamá. La veo sentada en la mesa del comedor, fumando un cigarro y mirando por la ventana. Intento acercarme, pero ella se desvanece como humo entre mis dedos.
Al día siguiente, Diego me llama desde Valencia. Hace años que se fue para no volver.
—¿Cómo va todo? —pregunta con voz distante.
—Igual —respondo—. Carmen dice que Álvaro pasa de ella.
Diego se ríe sin ganas.
—¿Y tú? ¿Cómo estás tú?
No sé qué contestar. Nadie me pregunta nunca eso. Siempre soy la fuerte, la que aguanta, la que sostiene a todos aunque esté rota por dentro.
—Estoy cansada —susurro—. A veces siento que no puedo más.
Diego guarda silencio unos segundos.
—¿Has pensado en buscar a mamá?
La pregunta me atraviesa como un cuchillo. Hace años que no hablamos de ella. Sé que vive en algún pueblo de Castilla-La Mancha con un hombre nuevo y una hija pequeña. A veces busco su nombre en Facebook, pero nunca me atrevo a escribirle.
—No quiero remover el pasado —miento.
Pero el pasado nunca deja de removerse solo.
Esa tarde, mientras recojo la ropa del tendedero, escucho a Carmen hablando con Álvaro en el salón.
—¿Por qué no quieres venir conmigo al parque? —pregunta ella.
—Porque no me apetece —responde él, seco.
—Cuando yo era pequeña, mi abuela siempre jugaba conmigo…
—Pues yo no soy tú —corta Álvaro.
El silencio se instala entre ellos como una pared invisible. Me duele verlos así, pero no sé cómo ayudarles. Siento que repito los errores de mi madre sin quererlo: la distancia, el frío, la incapacidad de conectar.
Por la noche, Carmen entra en mi habitación sin llamar.
—Laura, tienes que hacer algo con tu hijo. No puede seguir así.
Me giro hacia ella con lágrimas en los ojos.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Que le obligue a quererte? ¿Que le obligue a ser feliz?
Carmen se queda callada. Por primera vez veo miedo en sus ojos.
—Yo solo quiero sentirme parte de esta familia —susurra.
La entiendo demasiado bien. Yo también quise eso toda mi vida.
Al día siguiente decido escribirle una carta a mi madre. No sé si se la enviaré alguna vez, pero necesito sacar todo lo que llevo dentro:
«Mamá,
No sé si alguna vez leerás esto. Solo quiero decirte que te echo de menos cada día. Que tu ausencia es una herida que nunca termina de curar. Que intento ser una buena madre para Álvaro, pero a veces siento que fallo igual que tú fallaste conmigo. Ojalá pudiera entender por qué te fuiste. Ojalá pudiera perdonarte del todo.»
Doblo la carta y la guardo en un cajón. Siento un poco menos de peso sobre los hombros.
Esa noche ceno sola en la cocina mientras escucho las risas de Carmen y Álvaro viendo una película en el salón. Por primera vez en mucho tiempo siento esperanza: quizá todavía haya tiempo para sanar las heridas, para construir algo nuevo sobre las ruinas del pasado.
Me miro al espejo y me pregunto:
¿De verdad podemos romper el ciclo del abandono? ¿O estamos condenados a repetir los errores de quienes nos criaron?