“Mamá no se despierta”: La valentía de Lucía en las calles de Sevilla
—¡Mamá! ¡Despierta, por favor! —grité, sacudiendo su brazo con todas mis fuerzas. El silencio de la casa era tan espeso que podía oír el tic-tac del reloj del salón. Los gemelos, Mateo y Sofía, lloraban en la cuna improvisada que habíamos montado con mantas viejas. Llevábamos tres días así. Tres días en los que mamá no se movía, apenas respiraba, y yo, con solo siete años, sentía el peso del mundo sobre mis hombros.
No sabía qué hacer. Había llamado a la vecina, pero no contestaba. El teléfono fijo estaba cortado desde hacía semanas porque mamá no había podido pagar la factura. En el barrio de Triana, todos nos conocíamos, pero últimamente mamá se había encerrado en sí misma y apenas hablaba con nadie. Yo solo quería que todo volviera a ser como antes, cuando ella reía y nos llevaba al parque María Luisa los domingos.
El sol sevillano entraba a raudales por la ventana, calentando la pequeña cocina donde busqué algo de comer para los gemelos. Solo quedaba un poco de pan duro y algo de leche en polvo. Sofía tenía fiebre y Mateo no paraba de llorar. Sentí un nudo en el estómago. No podía esperar más.
Me puse mi chaqueta azul, metí a los gemelos en el carrito viejo que usábamos para ir al mercado y salí a la calle. El aire olía a azahar y a pan recién hecho, pero yo solo sentía miedo. Empujé el carrito por las calles empedradas, esquivando a los turistas y a los vecinos que me miraban con curiosidad.
—¿Dónde vas sola, Lucía? —me preguntó doña Carmen desde su balcón.
—A buscar ayuda para mi mamá —respondí sin detenerme, tragándome las lágrimas.
Caminé durante horas bajo el sol abrasador. Pasé por la plaza del Altozano, crucé el puente de Triana y llegué hasta el centro de salud. Cada paso era una batalla contra el cansancio y el miedo. Los gemelos dormían a ratos, agotados por el calor y el hambre.
Al llegar al centro de salud, entré corriendo con el carrito.
—¡Por favor! ¡Mi mamá no se despierta! —grité con voz temblorosa.
La sala se quedó en silencio por un instante. Luego todo fue un torbellino: enfermeros corriendo, una doctora arrodillándose a mi lado, alguien llevándose a los gemelos para revisarlos.
—¿Cuánto tiempo lleva tu madre así? —me preguntó la doctora con voz suave pero firme.
—Tres días… No sé qué hacer… —balbuceé.
Me abrazó fuerte y sentí que por fin podía llorar. Lloré por mi madre, por mis hermanos y por mí misma. Me sentí pequeña y sola, pero también valiente por haber llegado hasta allí.
Mientras atendían a los gemelos y llamaban a una ambulancia para mi madre, una enfermera me dio un vaso de agua y una tostada con aceite. El sabor me recordó a los desayunos en casa de mi abuela en el pueblo. Cerré los ojos y recé para que todo saliera bien.
Esa noche dormimos en el hospital. Los médicos dijeron que mamá había sufrido una bajada de azúcar muy grave y que si no hubiera llegado a tiempo… No quise escuchar el final de la frase.
Días después, cuando mamá despertó y me vio junto a su cama con los gemelos en brazos, me sonrió débilmente.
—Eres mi pequeña heroína —susurró.
A veces me pregunto cómo habría sido todo si no hubiera tenido el valor de salir aquella mañana. ¿Cuántos niños como yo tienen que crecer antes de tiempo? ¿Y cuántas veces olvidamos lo fuertes que podemos ser cuando no nos queda otra opción?