Mamá, ¿por qué ahora?
—¡Lucía! ¿Estás despierta?— La voz de mi madre atravesó el teléfono como un cuchillo en la madrugada. Eran las dos y media. Mi marido, Álvaro, gruñó y se dio la vuelta en la cama. Yo, con el corazón acelerado, contesté: —¿Qué pasa, mamá? ¿Te encuentras mal?
—No puedo dormir. Me duele la pierna y creo que la caldera hace un ruido raro. ¿Puedes venir un momento?
Me quedé en silencio unos segundos, mirando el techo de nuestra habitación en Chamberí, mientras sentía cómo el cansancio me aplastaba el pecho. No era la primera vez. Desde que papá murió hace tres años, mi madre se había convertido en una sombra pegada a mi vida. No era dependiente físicamente; podía ir al mercado, cocinar, incluso salir a pasear con sus amigas del centro de mayores. Pero cada pequeño contratiempo —una bombilla fundida, una carta del banco, una tos persistente— era motivo suficiente para llamarme.
—Mamá, son las dos y media… Mañana tengo reunión con el jefe a las ocho.
—Ya lo sé, hija, pero es que no puedo dormir. Y si la caldera explota…
Suspiré. Álvaro me miró con resignación. —¿Otra vez?— murmuró. Me levanté, me puse el abrigo encima del pijama y salí a la calle helada de Madrid.
Mientras caminaba hacia su piso en Argüelles, recordé cómo era nuestra vida antes. Mi madre siempre fue fuerte, una mujer de carácter que sacó adelante a tres hijos mientras mi padre trabajaba en la Renfe. Pero desde que él faltó, algo se rompió dentro de ella… y dentro de mí.
Al llegar, la encontré sentada en el sofá, con la bata puesta y los ojos húmedos. —Perdona, Lucía. Sé que estoy siendo pesada…
Me senté a su lado y le cogí la mano. —Mamá, tienes que intentar ser más independiente. No puedo estar viniendo cada noche…
Ella bajó la mirada. —Es que me siento tan sola…
Ese fue el inicio de una discusión que se repetiría muchas veces. Mis hermanos, Carmen y Diego, viven en Valencia y Sevilla respectivamente; las visitas son esporádicas y las llamadas breves. Todo recaía sobre mí.
A la mañana siguiente llegué tarde al trabajo. Mi jefe, don Manuel, me miró por encima de las gafas: —Lucía, esto no puede seguir así. Eres buena en lo tuyo, pero últimamente te veo distraída.
Me mordí el labio para no llorar. ¿Cómo explicarle que estaba atrapada entre dos vidas? En casa, Álvaro empezaba a perder la paciencia: —Tu madre te está absorbiendo. Apenas tenemos tiempo para nosotros ni para pensar en tener hijos.
Las semanas pasaron entre llamadas nocturnas, visitas urgentes y reproches velados. Un día, Carmen llamó para decirme que mamá le había contado que yo estaba distante. —Tienes que entenderla —me dijo—, está mayor y asustada.
—¿Y yo? ¿Quién me entiende a mí?— respondí sin poder evitarlo.
La culpa me devoraba por dentro. En España se espera que cuidemos de nuestros mayores; es casi sagrado. Pero nadie habla del precio: la ansiedad constante, el miedo a fallarles o a perder tu propia vida en el proceso.
Una tarde de domingo, mientras intentaba preparar una tortilla para Álvaro y yo, sonó el teléfono otra vez. —Lucía, ¿puedes venir? Se ha ido la luz y no sé qué hacer.
Dejé caer la sartén y grité: —¡No puedo más! ¡No soy tu criada!
El silencio al otro lado fue tan denso que me sentí ahogar. Colgué y me derrumbé en el suelo de la cocina.
Esa noche no fui a verla. Me quedé llorando hasta quedarme dormida en el sofá. Al día siguiente encontré veinte llamadas perdidas y un mensaje: “Perdona si te molesto tanto. Solo quería oír tu voz.”
Fui corriendo a su casa temiendo lo peor. Al abrir la puerta, la vi sentada junto a la ventana, mirando los tejados grises de Madrid.
—Mamá…
Ella no dijo nada durante un rato. Luego habló muy bajito: —No quiero ser una carga para ti.
Me senté a su lado y lloramos juntas. Por primera vez le conté lo difícil que era para mí compaginarlo todo: el trabajo, mi matrimonio, mis propios miedos.
—No sé cómo hacerlo bien —le confesé—. Siento que siempre fallo a alguien.
Mi madre me abrazó como cuando era niña. —Quizá deberíamos pedir ayuda —susurró—. A lo mejor hay otras formas de estar juntas sin hacernos daño.
Empezamos a buscar soluciones: una vecina que podía pasar a verla algunos días; talleres en el centro de mayores; incluso terapia familiar. No fue fácil ni rápido, pero poco a poco aprendimos a poner límites y a pedir ayuda sin sentirnos culpables.
A veces todavía me llama por tonterías; otras veces soy yo quien necesita oír su voz. Pero ahora sé que no estoy sola en esto.
¿Hasta dónde llega nuestro deber como hijas? ¿Dónde está el límite entre cuidar y perderse a una misma? ¿Alguien más ha sentido esa mezcla de amor y agotamiento?