Mi abuela no descansará en paz hasta que comparta mi piso con mi hermano

—No descansaré en paz hasta que compartas tu piso con tu hermano, Lucía. —La voz de mi abuela, rota por la enfermedad, aún resuena en mi cabeza como un eco imposible de ignorar.

Aquella noche en el hospital de La Paz, mientras la morfina apenas le calmaba el dolor, me aferró la mano con una fuerza que no le conocía. Mi madre lloraba en silencio junto a la ventana. Yo solo asentí, sin entender por qué mi abuela, la mujer más sensata y práctica de toda la familia, me pedía algo tan absurdo. ¿Compartir mi piso con Sergio? ¿Después de todo lo que había pasado?

Sergio y yo nunca fuimos hermanos normales. Él siempre fue el hijo problemático: suspensos, malas compañías, noches sin volver a casa. Yo era la hija modelo: carrera en la Complutense, trabajo estable en una editorial del centro de Madrid, piso propio en Lavapiés. Hacía años que apenas nos hablábamos. Pero ahí estaba yo, cumpliendo la última voluntad de la única persona que siempre creyó que podíamos ser una familia.

La primera noche que Sergio llegó al piso fue un desastre. Apareció con dos bolsas del Mercadona y una guitarra rota. Olía a tabaco y a cerveza barata. Ni siquiera me miró a los ojos.

—¿Dónde dejo esto? —preguntó, dejando caer las bolsas en el pasillo.

—En tu cuarto —respondí seca, señalando la puerta del fondo.

Durante días apenas cruzamos palabra. Yo salía temprano para trabajar; él dormía hasta el mediodía y pasaba las noches viendo series o saliendo con amigos que nunca saludaban. El piso, antes mi refugio silencioso, se llenó de ruidos, olores y discusiones por cosas tan tontas como la leche o el mando de la tele.

Pero lo peor no era eso. Lo peor era el silencio incómodo durante las cenas, las miradas esquivas, el peso de todo lo que nunca nos dijimos. Una noche, mientras fregaba los platos, exploté.

—¿Por qué no te esfuerzas un poco? ¿Por qué siempre tienes que ser el problema?

Sergio me miró con una mezcla de rabia y tristeza.

—¿Y tú por qué siempre tienes que ser perfecta? ¿Crees que es fácil vivir sabiendo que nunca vas a estar a la altura?

Me quedé helada. Nunca lo había visto tan vulnerable. De repente recordé las peleas de nuestros padres, los gritos en casa cuando éramos niños, cómo yo me escondía en mi cuarto y él salía corriendo a la calle. Éramos dos extraños criados bajo el mismo techo.

Los días pasaron y algo empezó a cambiar. Una tarde encontré a Sergio sentado en el balcón, llorando en silencio. Me senté a su lado sin decir nada. Después de un rato, habló.

—No sé qué hacer con mi vida, Lucía. Siento que todo lo estropeo.

Le puse una mano en el hombro.

—Aún puedes cambiar las cosas. Pero tienes que querer hacerlo.

Poco a poco empezamos a hablar más. Descubrí que Sergio tenía miedo de buscar trabajo porque pensaba que nadie le daría una oportunidad con su historial. Le ayudé a hacer un currículum y a buscar ofertas. Incluso le acompañé a una entrevista en una cafetería del barrio.

Una noche, mientras cenábamos tortilla y ensalada, Sergio me miró serio.

—¿Tú crees que la abuela estaría orgullosa de nosotros?

Me costó responderle. Pensé en todo lo que habíamos pasado: los reproches, los silencios, pero también los pequeños gestos de reconciliación.

—Creo que sí —dije al fin—. Pero sobre todo estaría feliz de vernos juntos.

Las cosas no se solucionaron de un día para otro. Seguimos discutiendo por tonterías: la basura sin sacar, los platos sin fregar, su manía de dejar la ropa tirada por el salón. Pero algo había cambiado entre nosotros. Empezamos a compartir recuerdos de la infancia: los veranos en el pueblo de Cuenca, los paseos con la abuela al parque del Retiro, las tardes jugando a las cartas mientras llovía fuera.

Un día recibí una carta del abogado de la familia: había problemas con la herencia del piso de mis padres en Alcorcón. Resulta que Sergio debía firmar unos papeles para poder venderlo y repartir el dinero. Cuando se lo conté, se enfadó muchísimo.

—¿Ves? Siempre igual. Todo es por dinero —gritó golpeando la mesa.

—¡No es por dinero! Es para cerrar una etapa y poder empezar otra —le respondí al borde del llanto.

Esa noche no durmió en casa. Me pasé horas mirando su cama vacía, preguntándome si alguna vez podríamos dejar atrás tanto rencor acumulado.

A la mañana siguiente volvió con ojeras y cara de arrepentimiento.

—Lo siento —susurró—. No quiero perderte también a ti.

Le abracé como no lo hacía desde niños. Por primera vez sentí que quizá sí podíamos ser hermanos de verdad.

Hoy hace un año que Sergio vive conmigo. Ha encontrado trabajo como camarero y está pensando en apuntarse a un curso de cocina. Yo sigo en mi editorial y he aprendido a no obsesionarme tanto con el orden ni con tenerlo todo bajo control. A veces discutimos, claro, pero ahora sabemos pedir perdón y reírnos después.

A veces me pregunto si todo esto habría pasado si no fuera por aquella promesa absurda a mi abuela. Quizá sí, quizá no. Pero ahora entiendo lo importante que es luchar por los vínculos familiares, aunque duelan o sean incómodos.

¿Vosotros también habéis tenido que reconciliaros con alguien de vuestra familia? ¿Hasta dónde llegaríais por cumplir una promesa así?