Mi hijo me ha borrado de su vida: ¿De verdad soy culpable?

—¿Por qué no me contestas, Sergio? —mi voz temblaba mientras veía la pantalla del móvil apagarse una vez más. El silencio era tan denso que podía oír el latido de mi propio corazón, golpeando con fuerza en el pecho. Aquella tarde de noviembre, la lluvia golpeaba los cristales del salón y yo, sentada en el sofá, apretaba el teléfono como si fuera un salvavidas.

Nunca imaginé que mi hijo, mi Sergio, aquel niño que dormía abrazado a mi cuello cuando tenía miedo de las tormentas, llegaría a ignorar mis llamadas. ¿Qué había hecho mal? ¿En qué momento se había roto el hilo invisible que nos unía?

La última vez que hablamos fue en la comunión de su hija, Lucía. Recuerdo que discutimos por una tontería: le sugerí a su mujer, Carmen, que la niña debería llevar un vestido más tradicional. Ella me miró con esa sonrisa tensa y Sergio me apartó con la mirada. «Mamá, deja que Carmen decida», me dijo en voz baja, pero firme. Yo sentí una punzada de orgullo herido y no insistí más. Pero desde entonces, todo fue cuesta abajo.

Después de varios días sin noticias, la angustia me devoraba. Decidí llamar a Carmen. «Carmen, ¿está todo bien? Sergio no me contesta…», pregunté con voz temblorosa. Al otro lado, un silencio incómodo. «Milagros, creo que deberías darle espacio. Está muy agobiado últimamente», respondió ella, cortante. Sentí cómo se me cerraba la garganta.

Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces, repasando mentalmente cada conversación, cada gesto, cada palabra dicha y no dicha. ¿Había sido demasiado controladora? ¿Demasiado crítica? Recordé cuando Sergio era adolescente y discutíamos por sus notas o por la hora de llegada. Siempre pensé que lo hacía por su bien.

Una semana después recibí un mensaje: «Mamá, necesito tiempo. Por favor, respétalo». Ni una llamada, ni una explicación. Solo esas palabras frías y distantes. Me derrumbé en la cocina, apoyada en la encimera mientras las lágrimas caían sin control.

Mi hermana Pilar vino a verme al día siguiente. «Milagros, tienes que dejarle respirar. Los hijos crecen y hacen su vida», me dijo mientras me servía una tila. Pero yo no podía entenderlo. «¿Y si nunca vuelve? ¿Y si he perdido a mi hijo para siempre?», sollozaba.

Los días se hicieron semanas y las semanas meses. Las navidades pasaron sin una llamada, sin una visita. Veía fotos de Lucía en Facebook: cumpleaños, excursiones, fiestas… Yo no estaba en ninguna parte. La soledad era un pozo sin fondo.

Un día recibí una carta de Sergio. Reconocí su letra al instante y mis manos temblaron al abrir el sobre:

«Mamá,
Sé que esto te duele, pero necesito alejarme para poder respirar. Siento que siempre estás juzgando mis decisiones, que nunca es suficiente para ti. Carmen y yo necesitamos tranquilidad para criar a Lucía a nuestra manera. No quiero perderte, pero tampoco quiero seguir sintiéndome como un niño al que regañan constantemente.
Dame tiempo.
Sergio»

Me quedé sentada en la mesa del comedor durante horas, leyendo y releyendo esas líneas. ¿De verdad había sido tan dura? Recordé todas las veces que le corregí delante de los demás, las veces que opiné sin que me lo pidieran… ¿Era eso amor o era control?

Intenté escribirle una respuesta:

«Hijo,
Solo quería lo mejor para ti. Si alguna vez te hice sentir pequeño o insuficiente, lo siento de corazón. No sé cómo ser madre de otra manera… pero quiero aprender si me das la oportunidad.
Te quiero siempre,
Mamá»

No obtuve respuesta.

Las semanas siguientes fueron un ejercicio de introspección dolorosa. Empecé a ir a terapia —algo impensable para mí hace unos años— y allí descubrí cuánto miedo tenía a estar sola y cuánto había proyectado ese miedo sobre Sergio. Mi terapeuta me preguntó: «¿Qué necesita usted ahora?» Y por primera vez en mi vida no supe qué responder.

Un domingo cualquiera, mientras paseaba por el Retiro entre familias y niños jugando al fútbol, vi a una mujer mayor sentada sola en un banco. Me vi reflejada en ella: sola, esperando algo que quizá nunca llegaría.

Decidí escribirle otra carta a Sergio, esta vez sin esperar respuesta:

«Sergio,
He aprendido mucho en este tiempo. Entiendo que necesitas tu espacio y lo respeto. Solo quiero que sepas que aquí estaré siempre que quieras volver. No importa cuándo ni cómo.
Con amor,
Mamá»

La envié y sentí una extraña paz.

Han pasado dos años desde aquel primer silencio. A veces veo a Lucía de lejos cuando va al colegio con Carmen; otras veces sueño con Sergio llamando a mi puerta como cuando era niño. No sé si algún día volveremos a ser familia como antes, pero he aprendido a vivir con la incertidumbre y a perdonarme por mis errores.

A veces me pregunto: ¿Cuándo el amor se convierte en asfixia? ¿Es posible reparar lo roto cuando el tiempo ha pasado? ¿Alguna vez podré abrazar a mi hijo sin miedo ni reproches?

¿Y vosotros? ¿Habéis sentido alguna vez que el amor puede herir más que sanar?