Mi madre ayudó a mi exmujer, pero se niega a ayudar a mi esposa actual: una historia de familia rota

—¿Por qué a ella sí y a mí no? —le grité a mi madre desde el umbral de su piso en Vallecas, con la voz quebrada y los ojos llenos de rabia y súplica.

Mi madre, Carmen, ni siquiera me miró. Siguió removiendo el café en su taza, como si el simple acto de ignorarme pudiera borrar los años de resentimiento que se habían acumulado entre nosotros. Mi esposa actual, Lucía, esperaba en el coche abajo, con la esperanza reflejada en sus manos temblorosas sobre el volante. Habíamos perdido el piso por no poder pagar el alquiler tras mi despido en la fábrica, y ahora solo nos quedaba pedir ayuda.

Pero mi madre no era la misma mujer que me abrazaba cuando volvía del colegio con las rodillas peladas. No después de todo lo que pasó con Marta, mi exmujer. A Marta la adoraba. Cuando nos separamos, fue ella quien le ofreció su casa, su tiempo y hasta su pensión para que pudiera rehacer su vida con nuestro hijo, Daniel. Yo, en cambio, me convertí en un extraño. Un traidor.

—No es lo mismo, Sergio —dijo al fin mi madre, sin levantar la vista—. Marta necesitaba ayuda. Tú… tú elegiste tu camino.

Sentí una punzada en el pecho. ¿Elegí mi camino? ¿Acaso no merecía una segunda oportunidad? ¿No era Lucía también parte de esta familia?

Recuerdo el día en que todo se rompió. Marta y yo discutíamos cada vez más. El trabajo me consumía y yo llegaba a casa cansado, irritable. Marta me acusaba de no estar presente, de dejarla sola con Daniel. Una noche, después de una pelea especialmente amarga, salí dando un portazo y no volví hasta el amanecer. Al poco tiempo conocí a Lucía en el bar donde solía ahogar mis frustraciones. Fue un torbellino: risas, promesas, la ilusión de empezar de cero. Pero nada es tan fácil como parece.

Cuando le dije a mi madre que me iba de casa y que quería divorciarme, su silencio fue más duro que cualquier grito. No entendía cómo podía dejar atrás a mi familia por una aventura. Pero yo estaba convencido de que merecía ser feliz.

El divorcio fue un infierno. Marta se quedó con Daniel y yo me fui a vivir con Lucía a un piso pequeño en Carabanchel. Al principio todo era emoción y esperanza, pero pronto llegaron los problemas: el dinero no alcanzaba, Lucía no encontraba trabajo estable y yo sentía el peso de la culpa cada vez que veía a Daniel los fines de semana.

Mi madre nunca aceptó a Lucía. Decía que era una desconocida, que había destrozado nuestra familia. Pero yo sabía que el verdadero problema era conmigo: le había fallado a todos.

Hace dos meses me despidieron. La fábrica cerró y nos quedamos sin ingresos. Intenté buscar trabajo de lo que fuera: repartidor, camarero, mozo de almacén… Pero nada. Los ahorros se esfumaron rápido y tuvimos que dejar el piso. Lucía lloraba todas las noches; yo me sentía impotente.

Por eso hoy estoy aquí, suplicando a mi madre que nos deje quedarnos unos meses hasta que podamos levantarnos otra vez. Pero ella solo repite lo mismo:

—No puedo, Sergio. No puedo volver a pasar por lo mismo.

—¿Por lo mismo? ¿Qué he hecho yo para merecer esto? —pregunto con la voz rota.

—No es solo lo que has hecho —responde al fin—. Es lo que no has hecho: pedir perdón, reconocer tus errores… Siempre huyes cuando las cosas se ponen difíciles.

Me quedo en silencio. Tiene razón. Nunca pedí perdón a Marta ni a Daniel por romper nuestra familia. Nunca le dije a mi madre cuánto me dolió decepcionarla.

Bajo al coche derrotado. Lucía me mira con ojos llenos de miedo.

—¿Y ahora qué hacemos? —susurra.

No tengo respuesta. Solo siento un vacío enorme y una rabia sorda contra mí mismo.

Esa noche dormimos en el coche cerca del parque del Retiro. Lucía tiembla bajo una manta fina; yo no puedo dejar de pensar en Daniel, en cómo le fallé como padre. En cómo mi madre prefiere ayudar a mi exmujer antes que tenderme la mano ahora.

Al día siguiente intento llamar a Marta para pedirle ver a Daniel. Me contesta fría:

—No creo que sea buena idea ahora mismo, Sergio. Daniel está bien así.

Cuelgo sintiéndome más solo que nunca.

Los días pasan y la situación empeora. Lucía enferma; tiene fiebre y no tenemos dinero para medicinas. Voy al supermercado y robo una caja de paracetamol. Me pillan y llaman a la policía; paso una noche en el calabozo.

Cuando salgo, mi madre está esperándome fuera de la comisaría.

—¿Hasta cuándo vas a seguir así? —me pregunta con lágrimas en los ojos—. ¿Cuándo vas a dejar de huir?

Me derrumbo frente a ella por primera vez desde niño.

—No sé cómo arreglarlo, mamá… No sé cómo volver atrás.

Ella me abraza, pero su abrazo ya no es cálido; es un abrazo cansado, lleno de resignación.

Esa noche duermo en su sofá mientras Lucía sigue en el coche porque mi madre se niega a dejarla entrar. Me siento dividido entre dos mundos: el pasado al que ya no pertenezco y un presente que no sé cómo afrontar.

A veces me pregunto si realmente merezco una segunda oportunidad o si mis errores son demasiado grandes para ser perdonados.

¿Vosotros qué pensáis? ¿Puede uno reconstruir los puentes rotos o hay decisiones que nos condenan para siempre?