Mi marido llegó a casa con su hijo de 7 años: ¿Qué hago ahora?
—¿Quién es este niño, Álvaro? —pregunté, con la voz temblorosa y la mirada fija en el pequeño que se aferraba a la mano de mi marido.
Álvaro tragó saliva, incapaz de mirarme a los ojos. El silencio en el recibidor era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. El niño, de ojos grandes y pelo castaño alborotado, me observaba con una mezcla de miedo y curiosidad. Yo sentía que el suelo se abría bajo mis pies.
—Se llama Marcos —dijo finalmente Álvaro, casi en un susurro—. Es mi hijo.
Sentí que el aire me faltaba. Durante semanas había notado a Álvaro distante, más delgado, con ojeras profundas y una tristeza que no lograba descifrar. Pensé que era el trabajo, la presión de su jefe en la notaría, o quizá la preocupación por su madre enferma. Pero nunca imaginé esto.
—¿Tu hijo? ¿Cómo que tu hijo? —repetí, como si al decirlo en voz alta pudiera entenderlo mejor.
Álvaro se arrodilló junto a Marcos y le acarició el hombro. El niño no soltaba su mochila azul, como si fuera su único salvavidas.
—Hace ocho años tuve una relación… antes de casarnos —explicó Álvaro, evitando mi mirada—. Nunca supe que ella estaba embarazada. Hace dos semanas, Lucía me llamó. Está enferma y no puede cuidar de Marcos. No tiene a nadie más.
El mundo se me vino abajo. Llevábamos siete años casados, sin hijos propios porque yo no podía quedarme embarazada. Habíamos llorado juntos cada negativo, cada visita al ginecólogo, cada esperanza rota. Y ahora, de repente, Álvaro tenía un hijo. Un hijo de la edad exacta que tendría el nuestro si yo hubiera podido ser madre.
Me senté en el sofá, temblando. Sentí rabia, tristeza y una punzada de celos tan intensa que me avergonzó. ¿Por qué no me lo había contado antes? ¿Por qué tenía que enterarme así?
Marcos me miraba desde la puerta, con los ojos llenos de preguntas mudas. No era su culpa. Él solo era un niño perdido en medio de una tormenta de adultos.
Esa noche apenas dormí. Escuchaba los pasos de Álvaro en el pasillo, el susurro de su voz calmando a Marcos en la habitación de invitados. Yo lloraba en silencio, abrazada a la almohada.
A la mañana siguiente, mi madre vino a casa. Le conté todo entre sollozos. Ella me abrazó fuerte y me dijo:
—Hija, la vida nunca es como la planeamos. Pero tienes que decidir si quieres luchar por tu familia o dejar que esto te destruya.
Las palabras de mi madre me acompañaron todo el día. Observaba a Marcos desayunar cereales en silencio, mirando los dibujos animados como si nada hubiera pasado. Álvaro intentaba actuar con normalidad, pero sus manos temblaban al servir el café.
Por la tarde, llamé a Lucía. Su voz sonaba débil al otro lado del teléfono.
—Gracias por cuidar de Marcos —me dijo—. Sé que esto es difícil para ti… pero él necesita una familia ahora más que nunca.
Colgué sin saber qué sentir. ¿Podría yo querer a este niño? ¿Podría perdonar a Álvaro por ocultarme algo tan importante?
Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. Mi hermana Carmen vino a casa y discutimos acaloradamente:
—No puedes permitir que te pisoteen así —me gritó—. ¡Tienes derecho a enfadarte!
—No es tan fácil —le respondí—. No puedo echar a un niño a la calle…
Carmen bufó y se marchó dando un portazo. Me sentí más sola que nunca.
Una tarde, mientras recogía los platos del almuerzo, Marcos se acercó tímidamente.
—¿Tú eres mi mamá ahora? —me preguntó con voz baja.
Me quedé helada. Me arrodillé para mirarle a los ojos.
—No soy tu mamá… pero puedo cuidarte si tú quieres —le respondí, sintiendo cómo se me rompía el corazón.
Marcos asintió y me abrazó torpemente. En ese momento supe que no podía odiarle ni rechazarle. Él también era víctima de las decisiones de los adultos.
Poco a poco, fui aceptando su presencia en casa. Le ayudaba con los deberes, le llevaba al parque, le preparaba bocadillos para el colegio. Álvaro intentaba acercarse a mí, pero yo necesitaba tiempo para sanar.
Una noche, después de acostar a Marcos, Álvaro se sentó a mi lado en la cama.
—Lo siento —me dijo con lágrimas en los ojos—. Nunca quise hacerte daño… Solo tenía miedo de perderte.
Le miré largo rato antes de responder:
—Ya me has perdido un poco… pero aún estamos aquí.
No sé qué pasará mañana. No sé si podré perdonar del todo ni si podré querer a Marcos como a un hijo propio. Pero sé que la vida no es blanca o negra; está llena de matices dolorosos y hermosos a la vez.
A veces me pregunto: ¿Qué haríais vosotros en mi lugar? ¿Es posible reconstruir una familia después de una traición así? ¿Se puede aprender a amar lo inesperado?