Mis hijos quieren encerrarme: aún tengo mucho por vivir

—Mamá, tienes que entenderlo, no puedes seguir sola en casa —me dice Lucía, mi hija, con esa voz que mezcla preocupación y cansancio. Su hermano, Álvaro, asiente desde el otro lado de la mesa, sin atreverse a mirarme a los ojos. Es domingo y estamos en mi salón, rodeados de fotos antiguas y del aroma a café recién hecho. Pero el ambiente está tan tenso que ni el café logra suavizarlo.

No puedo evitar sentirme traicionada. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Hace apenas unos años, yo era la que organizaba las comidas familiares, la que cuidaba de mis nietos cuando ellos no podían, la que siempre tenía una solución para todo. Ahora, de repente, soy un problema que hay que resolver.

—No estoy sola —respondo, intentando mantener la dignidad—. Tengo a mis amigas del centro de mayores, salgo a caminar cada mañana y todavía puedo valerme por mí misma.

Lucía suspira. —Mamá, la vecina nos llamó porque te vio tropezar en la escalera. ¿Y si te pasa algo peor? No queremos que te pase nada.

—¿Y si me pasa algo en una residencia? —replico, con un nudo en la garganta—. ¿Quién me va a cuidar mejor que yo misma?

Álvaro finalmente interviene:
—No es solo por ti, mamá. Nosotros… tenemos nuestras vidas, nuestros trabajos. No podemos estar pendientes todo el tiempo.

Ahí está la verdad desnuda: soy una carga. Me esfuerzo por no llorar delante de ellos. Me levanto despacio y voy hacia la ventana. Desde aquí veo el parque donde jugaban de pequeños. Recuerdo sus risas, sus carreras, cómo venían corriendo a abrazarme después de caerse. Ahora soy yo la que se siente caída y sola.

Esa noche no duermo. Doy vueltas en la cama, escuchando el tic-tac del reloj y preguntándome en qué momento dejé de ser imprescindible para convertirme en invisible. Al día siguiente, decido llamar a Pilar, mi mejor amiga.

—¿Tú también tienes miedo de acabar en una residencia? —le pregunto entre lágrimas.

—Carmen, todas lo tenemos —me responde con voz suave—. Pero tú eres fuerte. Si no quieres ir, lucha por quedarte.

Sus palabras me dan fuerzas. Paso los días siguientes haciendo una lista de todo lo que aún puedo hacer sola: cocinar, limpiar, ir al mercado, leer sin gafas… Incluso me apunto a un taller de pintura en el centro cultural del barrio. Quiero demostrarles a mis hijos —y a mí misma— que sigo viva.

Pero ellos insisten. Me llaman cada noche para preguntarme si he cenado, si he cerrado bien la puerta, si he tomado las pastillas. Me siento vigilada, como si ya no confiaran en mí.

Un sábado por la mañana, Lucía aparece sin avisar. Trae consigo unos folletos de residencias. Los deja sobre la mesa sin mirarme.

—Solo quiero que lo pienses —dice—. Hay actividades, médicos, gente con quien hablar…

—¿Y vosotros? ¿Vendríais a verme? —pregunto con voz temblorosa.

No responde. Sé que están ocupados, que tienen sus propias familias y problemas. Pero yo también tengo derecho a mi vida.

Esa tarde salgo al parque y me siento en un banco junto a un grupo de mujeres mayores. Hablamos de todo: del precio del pan, de los nietos, de los achaques… Una de ellas, Rosario, me cuenta que su hija la llevó a una residencia sin preguntarle.

—No es lo mismo —dice con tristeza—. Allí nadie te llama por tu nombre verdadero. Eres solo una más.

Vuelvo a casa decidida. Cuando mis hijos vienen el domingo siguiente, les espero con una carta escrita de mi puño y letra.

—He tomado una decisión —les digo antes de que puedan decir nada—. No voy a irme a ninguna residencia mientras pueda valerme por mí misma. Si algún día necesito ayuda de verdad, os lo pediré. Pero ahora quiero vivir mi vida aquí, en mi casa, con mis recuerdos y mi gente.

Lucía llora en silencio. Álvaro me abraza fuerte por primera vez en años.

—Solo queremos lo mejor para ti —susurra.

—Lo sé —respondo—. Pero lo mejor para mí es sentirme viva y libre.

Desde entonces las cosas han cambiado un poco. Mis hijos me llaman menos para controlar y más para conversar. A veces vienen a cenar sin motivo especial. Yo sigo pintando y saliendo al parque cada día. Sé que el tiempo pasa y que algún día quizá necesite ayuda. Pero hoy no es ese día.

¿De verdad es tan difícil entender que aún tengo sueños? ¿Cuándo dejamos de escuchar a nuestros mayores y empezamos a decidir por ellos? ¿Qué haríais vosotros si estuvierais en mi lugar?