Navidad con cien euros: la lección que nunca olvidará
—¿Cien euros? —repetí, con la voz temblorosa, mientras sostenía el billete que Luis acababa de dejar sobre la mesa de la cocina—. ¿Esto es todo lo que tenemos para Navidad?
Luis ni siquiera levantó la vista del móvil. —No hay para más, Carmen. Ya sabes cómo está el trabajo. Haz lo que puedas, ¿vale?
Sentí cómo se me encogía el pecho. Miré a mi alrededor: las mochilas de los niños tiradas en el suelo, los platos del desayuno aún sin recoger, y ese billete azul que parecía una broma cruel. ¿Cómo se supone que iba a comprar regalos para nuestros tres hijos, preparar la cena de Nochebuena y decorar la casa con cien euros? En ese momento, sentí una mezcla de rabia y tristeza tan intensa que tuve que salir al balcón para no gritar.
Llevaba años siendo ama de casa. Dejé mi trabajo en la biblioteca cuando nació nuestra hija mayor, Lucía, porque Luis decía que era mejor para la familia. «Ya trabajaré yo el doble», prometió entonces. Pero con el tiempo, su trabajo como comercial empezó a ir peor, y cada vez llegaba más cansado y más distante. Yo me ocupaba de todo: los niños, la casa, las cuentas… pero el dinero siempre era suyo.
Esa mañana, mientras veía a los niños desayunar, sentí una punzada de vergüenza. ¿Cómo les iba a explicar que este año no habría regalos? Lucía tenía nueve años y ya empezaba a notar las diferencias con sus amigas. Pablo y Mateo, los pequeños, aún creían en los Reyes Magos. No podía permitir que perdieran esa ilusión por culpa de cien miserables euros.
Decidí que no iba a quedarme de brazos cruzados. Si Luis quería que me apañara con cien euros, eso haría. Pero también iba a enseñarle lo que significaba realmente organizar una Navidad.
Esa tarde, fui al supermercado con una libreta y calculadora. Apunté precios, comparé ofertas y taché todo lo superfluo. Nada de turrones caros ni marisco; solo lo imprescindible: un pollo, patatas, algo de fruta y una tableta de chocolate para los niños. Me dolió tener que dejar el roscón en la estantería, pero no había margen.
En casa, saqué las cajas de adornos viejos del trastero. Los niños me ayudaron a colgar las bolas descoloridas y las luces medio fundidas. Lucía preguntó por qué no comprábamos las guirnaldas nuevas que había visto en el escaparate del chino. Le mentí: «Este año vamos a hacer nuestros propios adornos». Pasamos la tarde recortando estrellas de papel y pintando piñas recogidas del parque.
La semana siguiente fue un desfile de excusas y silencios incómodos. Las madres del colegio hablaban de cenas familiares y regalos caros; yo asentía y sonreía, fingiendo normalidad. Por las noches, cuando Luis llegaba a casa, apenas cruzábamos palabra. Él parecía aliviado por mi silencio.
Pero el día antes de Nochebuena, no aguanté más.
—Luis —le dije mientras cenábamos—, ¿te has parado a pensar alguna vez en todo lo que hago para que tengamos una Navidad decente?
Él frunció el ceño. —No empieces otra vez, Carmen.
—No es empezar otra vez —le corté—. Es que estoy harta de sentirme invisible. ¿Sabes cuánto cuesta realmente todo esto? ¿Sabes lo que sienten tus hijos cuando ven que no hay regalos como los demás?
Luis dejó los cubiertos y me miró por primera vez en semanas.
—No puedo darte más dinero —dijo en voz baja—. No llego a fin de mes.
—¿Y por qué no lo hablamos juntos? ¿Por qué tengo que ser yo la que se apañe siempre? —Las lágrimas me resbalaban por las mejillas—. No quiero regalos caros ni cenas lujosas. Solo quiero sentirme parte de esta familia, no su criada.
El silencio fue tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Los niños nos miraban desde la puerta del salón, asustados.
Esa noche dormí poco. Pensé en mi madre, en cómo ella también se callaba ante mi padre cuando faltaba el dinero o el cariño. Pensé en todas las mujeres que conozco: vecinas, amigas del colegio… cuántas estarían pasando por lo mismo sin atreverse a decirlo.
La mañana de Navidad fue extrañamente tranquila. Los niños abrieron sus pequeños regalos: una bufanda tejida a mano para Lucía, un cochecito de segunda mano para Pablo y un libro usado para Mateo. No hubo gritos de alegría ni carreras por el pasillo; solo sonrisas tímidas y abrazos largos.
Luis se acercó mientras recogía los papeles rotos del suelo.
—Lo siento —susurró—. No me había dado cuenta de todo lo que cargas tú sola.
No respondí enseguida. Miré a mis hijos jugando juntos en el suelo y sentí una mezcla de alivio y tristeza.
—No quiero hacerlo sola —le dije al fin—. Quiero que esto sea cosa de los dos.
Desde entonces, algo cambió entre nosotros. Luis empezó a implicarse más en casa; hablamos abiertamente de dinero y problemas. No fue fácil ni rápido, pero esa Navidad con cien euros nos obligó a mirarnos a los ojos y reconocer nuestras heridas.
A veces me pregunto cuántas mujeres siguen callando por miedo o costumbre. ¿Cuántas Navidades más tendrán que pasar hasta que aprendamos a pedir lo que merecemos? ¿Y tú? ¿Te has sentido invisible alguna vez en tu propia casa?