No como en las novelas, pero casi

—¿Por qué no puedes quedarte una noche en casa, Julián? —le grité mientras cerraba la puerta con fuerza, el eco rebotando en las paredes de adobe de nuestra casa en San Martín de los Agaves.

Él ni siquiera volteó. El humo de su cigarro quedó flotando en el aire, como si fuera lo único que le importaba dejar atrás. Afuera, la noche era un manto pesado y húmedo, y yo me quedé sola, abrazando mi propio cuerpo, preguntándome en qué momento mi vida se volvió tan distinta a las novelas que veía con mi abuela.

De niña, soñaba con historias de amor imposibles y finales felices. Mi abuela Rosa me decía: “Mira, hija, la vida no es como en la tele. Aquí se sufre y se ríe, pero casi nunca al mismo tiempo”. Yo no le creía. Pensaba que algún día llegaría mi galán a caballo y me sacaría de este pueblo donde hasta el viento parece aburrido.

Pero el galán llegó a pie, con botas polvorientas y una sonrisa torcida. Julián era el muchacho más guapo del pueblo, sí, pero también el más inquieto. Cuando me pidió matrimonio bajo el árbol de guamúchil, sentí que mi corazón iba a explotar. Tenía diecinueve años y toda la vida por delante.

La boda fue sencilla: mole, arroz y cerveza para todos. Mi mamá lloró de emoción y mi papá me abrazó fuerte, como si supiera que me estaba entregando a un destino incierto. “Cuídala, Julián”, le dijo serio. Julián solo asintió, mirando hacia el horizonte como si ya estuviera pensando en otra cosa.

Los primeros meses fueron dulces. Me levantaba temprano para hacer tortillas y él me ayudaba a cargar agua del pozo. Pero pronto llegaron las ausencias: primero una noche, luego dos, luego semanas enteras en las que yo solo escuchaba rumores en la plaza: “Dicen que Julián anda con la hija del carnicero”, “Lo vieron en Tequila con unos amigos”.

Mi suegra, Doña Lupita, venía a verme cada domingo. Traía pan dulce y consejos envueltos en reproches.

—Mija, los hombres son así. Hay que saberlos llevar —me decía mientras sorbía su café.

—¿Y si no quiero llevarlo? ¿Y si quiero que él también me lleve a mí? —le respondía yo, sintiendo cómo se me apretaba el pecho.

—Eso solo pasa en las novelas —me contestaba ella con una sonrisa triste.

Una tarde, mientras lavaba ropa en el río con mi hermana menor, Mariana, le confesé lo que sentía:

—A veces pienso que me equivoqué. Que esto no era lo que quería.

Mariana me miró con esos ojos grandes y sinceros:

—¿Y por qué no haces algo? ¿Por qué no te vas?

La pregunta me golpeó como una cubetada de agua fría. ¿Irme? ¿A dónde? ¿Con qué dinero? Aquí todos nos conocemos, y una mujer sola es chisme seguro. Además, estaba mi hijo Emiliano, apenas de cinco años, con sus rizos oscuros y su risa fácil. ¿Cómo le explicaría que su papá no era el héroe de las historias?

El tiempo pasó y los silencios entre Julián y yo se hicieron más largos que las palabras. A veces llegaba borracho, otras ni siquiera llegaba. Yo aprendí a hacerme fuerte: vendía tamales en la plaza los domingos y cosía ropa para las vecinas. Mi mamá me ayudaba con Emiliano cuando podía, pero ella también tenía sus propios problemas: mi papá había perdido el trabajo en la fábrica de tequila y el dinero apenas alcanzaba para frijoles y tortillas.

Una noche de tormenta, Julián regresó empapado y con los ojos rojos.

—¿Dónde estabas? —le pregunté sin levantar la voz.

—No empieces —me respondió seco.

—Solo quiero saber si vas a seguir huyendo toda la vida.

Me miró como si yo fuera una extraña. Se sentó en la cama y se cubrió la cara con las manos.

—No sé cómo ser el hombre que esperabas —susurró.

Por primera vez lo vi vulnerable. No era el galán de las novelas ni el hombre fuerte que todos admiraban. Era solo un muchacho asustado, igual que yo.

Esa noche dormimos espalda contra espalda. Sentí que algo se rompía dentro de mí, pero también algo nacía: una fuerza nueva, una certeza de que tenía derecho a buscar mi propia felicidad.

Al día siguiente fui a ver a mi abuela Rosa. Ella estaba sentada en su mecedora, tejiendo como siempre.

—Abuela, ¿tú alguna vez fuiste feliz?

Ella soltó una carcajada ronca.

—Fui feliz cuando aprendí a dejar de esperar que otros me hicieran feliz. La vida es dura, mija, pero uno puede encontrar pedacitos de alegría donde menos lo espera.

Sus palabras me acompañaron durante semanas. Empecé a ahorrar lo poco que ganaba y a soñar con abrir mi propio puesto de comida. Mariana me animaba:

—Tú puedes, Elda. No necesitas a nadie para salir adelante.

Un día llegó al pueblo una señora de Guadalajara buscando quien le cocinara para una fiesta grande. Me recomendaron y acepté sin pensarlo dos veces. Cociné mole, enchiladas y arroz como nunca antes. La señora quedó tan contenta que me ofreció trabajo fijo en la ciudad.

La decisión no fue fácil. Tenía miedo: miedo al qué dirán, miedo a fracasar, miedo a dejar atrás todo lo conocido. Pero también tenía esperanza.

Hablé con Julián esa noche:

—Me voy a Guadalajara. Conseguí trabajo allá. Me llevo a Emiliano conmigo.

Él no dijo nada al principio. Luego asintió despacio.

—Tal vez así sea mejor para los dos —murmuró.

Empaqué mis cosas entre lágrimas y abrazos. Mi mamá lloró mucho pero me apoyó. Mi papá solo me dio un beso en la frente y me dijo:

—Eres más valiente de lo que crees.

En Guadalajara todo era nuevo: el ruido, la gente, los edificios altos. Al principio extrañé el olor del campo y las tardes tranquilas bajo el guamúchil. Pero poco a poco encontré mi lugar: cocinando para fiestas, haciendo nuevos amigos y viendo cómo Emiliano crecía feliz.

A veces Julián llamaba para preguntar por su hijo. Otras veces solo mandaba mensajes cortos: “¿Están bien?”. Nunca volvimos a ser pareja, pero aprendimos a ser padres juntos desde lejos.

Hoy miro hacia atrás y entiendo que mi vida nunca fue como en las novelas… pero tampoco fue tan gris como temía. Aprendí a escribir mi propia historia, con lágrimas y risas verdaderas.

Y ahora les pregunto: ¿cuántas veces han sentido que su vida no es como esperaban? ¿Qué harían ustedes si tuvieran que elegir entre sus sueños y lo conocido?