No podía decirle a mi suegra la verdad sobre la infertilidad de mi marido – Mi vida con un hijo de mamá en una familia española
—¿Por qué no me lo dices tú, Luis? —le susurré, con la voz temblorosa, mientras el reloj del salón marcaba las siete y media y los pasos de Carmen resonaban por el pasillo.
Luis bajó la mirada, incapaz de sostenerme la vista. —No puedo, Lucía. No puedo con esto. Mi madre… tú sabes cómo es. Si se lo dices tú, lo entenderá mejor. Yo… no puedo ser yo quien la decepcione.
En ese instante sentí cómo el peso de toda nuestra historia caía sobre mis hombros. Me casé con Luis hace cinco años, en una iglesia pequeña de Salamanca, rodeados de toda su familia y la mía. Desde el primer día, supe que Carmen, su madre, sería una presencia constante. No había decisión pequeña o grande que no pasara por su filtro: desde el color de las cortinas hasta el destino de nuestras vacaciones. Luis siempre decía: “Es que mi madre solo quiere ayudarnos”. Pero yo sentía que vivíamos en una casa con tres personas, no dos.
El problema empezó cuando llevábamos dos años intentando tener un hijo. Las preguntas de Carmen se volvieron cada vez más insistentes: “¿Y para cuándo el nieto?”, “¿No será que Lucía está demasiado estresada?”. Yo aguantaba, sonreía y respondía con evasivas. Pero por dentro, cada palabra era una herida.
Después de muchas pruebas y visitas al médico, recibimos la noticia: Luis era estéril. Recuerdo cómo apretó mi mano en la consulta, cómo sus ojos se llenaron de lágrimas contenidas. Yo le abracé y le dije que le quería igual, que eso no cambiaría nada entre nosotros. Pero sí cambió algo: el silencio se instaló entre nosotros y la sombra de Carmen se hizo aún más grande.
—Lucía, cariño —me dijo Luis una noche—, tenemos que decírselo a mi madre. No podemos seguir fingiendo.
—Claro —respondí—. ¿Cuándo quieres hacerlo?
Él me miró como un niño asustado. —¿Podrías hacerlo tú? Yo… no puedo.
Me sentí traicionada y sola. ¿Por qué tenía que ser yo quien cargara con ese peso? ¿Por qué siempre era yo la que daba la cara ante Carmen? Pero le vi tan roto que acepté.
El domingo siguiente, Carmen nos invitó a comer a su casa. Preparó cocido madrileño y puso la mesa con su mejor vajilla. Durante el postre, sacó el tema:
—Luisito, Lucía… ¿no tenéis nada que contarme? Ya sabéis que me muero de ganas de ser abuela.
Luis se removió en su silla y me miró suplicante. Sentí un nudo en la garganta, pero respiré hondo.
—Carmen —empecé—, hay algo importante que queremos contarte…
Ella me interrumpió enseguida:
—¿Estás embarazada? ¡Ay, Virgen del Pilar!
—No, Carmen —dije, intentando mantener la calma—. Lo que pasa es que… hemos estado intentándolo mucho tiempo y…
Luis bajó la cabeza. Yo seguí:
—Hemos ido al médico y… bueno, resulta que no podemos tener hijos.
Carmen me miró como si no entendiera.
—¿No podéis? ¿Pero por qué? ¿Es cosa tuya?
Sentí cómo me ardían las mejillas. Miré a Luis buscando apoyo, pero él seguía callado.
—No es culpa de nadie —dije—. Son cosas que pasan.
Carmen se levantó de golpe y empezó a pasear por el salón.
—¡Esto no puede ser! ¡Mi Luisito siempre ha sido un chico sano! Seguro que es por tu culpa, Lucía. Siempre tan nerviosa, tan moderna…
Me quedé helada. Luis seguía sin decir nada. Yo sentí cómo se me rompía algo por dentro.
—Carmen —dije con voz firme—, no es culpa mía. Ni de nadie. Pero si quieres saberlo… el problema es de Luis.
El silencio fue absoluto. Carmen se giró hacia su hijo:
—¿Es verdad eso?
Luis asintió sin levantar la cabeza.
Carmen se sentó y empezó a llorar en silencio. Yo también tenía ganas de llorar, pero me mantuve firme.
La comida terminó en silencio. Al volver a casa, Luis no dijo nada durante todo el trayecto. Al llegar al piso, cerró la puerta y se sentó en el sofá.
—Lo siento —susurró—. No he sido valiente.
Me senté a su lado y le cogí la mano.
—No pasa nada —mentí—. Ya está hecho.
Pero nada estaba hecho. Carmen dejó de llamarme durante semanas. Cuando finalmente lo hizo, fue para decirme que “entendía mi dolor” pero que “quizá deberíamos pensar en otras opciones”. Sentí que me culpaba a mí por todo lo ocurrido.
Luis intentaba mediar entre nosotras, pero siempre acababa poniéndose de parte de su madre: “Es normal que esté dolida”, “Dale tiempo”. Yo sentía que estaba sola en mi propio matrimonio.
Las discusiones entre Luis y yo se hicieron más frecuentes. Yo le reprochaba su falta de apoyo; él me acusaba de ser demasiado dura con su madre. Empezamos a dormir en habitaciones separadas algunas noches. La casa se llenó de silencios incómodos y miradas esquivas.
Un día, después de una discusión especialmente dura, hice las maletas y me fui a casa de mi hermana Marta en Ávila. Allí pude respirar por primera vez en meses. Marta me escuchó sin juzgarme y me animó a pensar en mí misma por una vez.
Luis vino a buscarme al cabo de una semana. Me pidió perdón entre lágrimas y prometió cambiar. Me dijo que hablaría con su madre y pondría límites claros.
Volví a casa con él, pero ya nada era igual. Aprendí a ponerme en primer lugar y a exigir respeto para mí y para nuestra relación. Carmen nunca aceptó del todo la situación, pero aprendió a callar cuando veía que yo no iba a ceder más.
Hoy sigo casada con Luis, pero nuestra relación ha cambiado para siempre. Aprendimos a vivir sin hijos y a apoyarnos el uno al otro… aunque las cicatrices siguen ahí.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres han tenido que cargar con culpas ajenas solo por miedo o cobardía? ¿Hasta cuándo vamos a permitir que otros decidan sobre nuestra vida?