No puedo más con mi nieto: entre el amor y la culpa
—¡Hugo, por favor, deja eso! —grité mientras veía cómo mi nieto lanzaba el jarrón de cerámica contra el suelo. El estruendo me hizo temblar. Era el regalo de mi boda, el único recuerdo intacto de una vida que ya no existe. Hugo ni siquiera se inmutó; siguió corriendo por el salón, gritando como si estuviera en un parque y no en mi pequeño piso de Vallecas.
Me apoyé en la mesa, sintiendo cómo la rabia y la impotencia me subían por la garganta. ¿Cómo hemos llegado a esto? ¿En qué momento dejé de ser la abuela dulce para convertirme en la niñera desesperada?
—¡Mamá! —escuché la voz de mi hija, Lucía, desde el pasillo—. ¿Está todo bien?
No contesté. No podía. Lucía entró y vio el desastre: los cojines por el suelo, los libros desparramados, el jarrón hecho añicos.
—Otra vez, mamá… —suspiró—. Ya sabes cómo es Hugo. Tienes que tener más paciencia.
Paciencia. Esa palabra que todos repiten como si fuera mágica. Pero nadie sabe lo que es pasar ocho horas con un niño que no escucha, que grita, que pega patadas a las paredes y a veces incluso a mí.
Lucía recogió a Hugo en brazos, pero él se revolvió y le dio una bofetada.
—¡No quiero irme! ¡Quiero quedarme con la abuela! —chilló.
Sentí una punzada en el pecho. Porque a pesar de todo, Hugo me quiere. Y yo le quiero a él. Pero no puedo más.
Esa noche, mientras recogía los restos del jarrón, recordé cuando Lucía era pequeña. Era una niña tranquila, obediente. Mi marido, Antonio, trabajaba en la Renfe y yo me ocupaba de todo lo demás. La vida era dura, pero había orden. Ahora todo es caos.
Al día siguiente, Lucía me llamó al trabajo.
—Mamá, ¿puedes quedarte con Hugo otra vez esta tarde? Tengo turno doble en el hospital y Pablo está fuera por trabajo.
Me quedé en silencio unos segundos.
—Lucía… no puedo más —dije al fin—. No puedo estar sola con Hugo. Me supera.
Hubo un silencio largo al otro lado del teléfono.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella, con voz temblorosa.
—Que no puedo hacerme cargo de él todos los días. Necesito descansar. Necesito mi vida también.
Lucía colgó sin decir nada más.
Esa tarde, vino a casa hecha una furia.
—¿Sabes lo difícil que es para mí? ¿Crees que yo quiero dejarte a Hugo? Pero no tengo otra opción. Si no trabajo, no comemos. Pablo apenas está en casa y tú eres la única que puede ayudarme.
—Lo sé, hija, pero… —intenté decir algo, pero ella me interrumpió.
—¡Siempre igual! Cuando te necesito de verdad, me fallas —dijo llorando—. ¿Para esto te cuidé yo cuando papá murió?
Sus palabras me dolieron más que cualquier golpe de Hugo. Me sentí egoísta y mala madre. Pero también sentí rabia. ¿Por qué tengo que cargar yo con todo?
Esa noche no dormí. Pensé en llamar a mi hermana Carmen para desahogarme, pero sabía lo que me diría: “Es tu nieto, Rosario. Hay que ayudar a la familia”.
Pero nadie ve lo que yo veo: cómo Hugo se transforma cuando está conmigo. Cómo me mira con esos ojos llenos de rabia y tristeza. Cómo busca algo que yo ya no sé darle.
Una semana después, Lucía dejó de hablarme. Solo recibía mensajes fríos: “Te dejo a Hugo a las cinco”, “Recuerda darle la merienda”. Yo aceptaba porque no podía soportar la idea de perderla del todo.
Pero cada día era peor. Hugo empezó a romper más cosas, a gritar más alto. Un día me tiró del pelo y me llamó “bruja”. Me encerré en el baño y lloré como una niña pequeña.
Cuando Lucía vino a recogerle esa noche, le dije:
—No puedo seguir así. O buscas ayuda o no podré volver a cuidar de Hugo.
Ella me miró como si fuera una extraña.
—¿Ayuda? ¿De quién? ¿De los servicios sociales? ¿Quieres que le quiten a mi hijo?
—No digo eso… pero necesitamos ayuda profesional. Hugo no está bien y yo tampoco.
Lucía se fue dando un portazo y esa fue la última vez que vi a mi nieto en semanas.
Los días siguientes fueron un vacío doloroso. Nadie me llamaba. El piso estaba demasiado silencioso. Me sentía culpable por haber puesto límites, pero también aliviada por poder respirar.
Un domingo por la tarde, Carmen vino a verme.
—Rosario, tienes derecho a vivir tu vida —me dijo mientras tomábamos café—. Pero también tienes derecho a querer a tu nieto sin destruirte por dentro.
Lloré en sus brazos como hacía años que no lo hacía.
Un mes después, Lucía me llamó para pedirme perdón. Había llevado a Hugo al psicólogo del centro de salud y le habían diagnosticado TDAH. Ahora tenía apoyo escolar y terapia familiar.
—Mamá… te necesito —me dijo entre lágrimas—. Pero esta vez vamos a hacerlo juntas, con ayuda.
Sentí que un peso enorme se levantaba de mis hombros. No era mala madre ni mala abuela; solo era humana.
Hoy sigo viendo a Hugo, pero ya no estoy sola en esto. Y aunque hay días difíciles, sé que hice lo correcto al pedir ayuda.
¿Hasta dónde debe llegar el sacrificio de una abuela? ¿Es egoísmo poner límites o es amor propio? ¿Cuántas familias callan su sufrimiento por miedo al qué dirán?