No puedo más: ¿Dónde puedo llevar a mi padre?

—No puedo más, papá. No puedo más… —susurré, con la frente apoyada en la puerta del baño, mientras escuchaba sus pasos arrastrados por el pasillo.

Era la tercera vez esa noche que se levantaba buscando el baño, desorientado, llamando a mi madre como si ella aún estuviera viva. Yo, Marta, la hija pequeña, la que siempre fue “la niña de papá”, ahora era su cuidadora, su enfermera, su única compañía. Y estaba agotada.

Mi padre, Antonio, había sido un hombre fuerte, de esos que no lloran nunca y que arreglan cualquier cosa con las manos. Pero desde que mamá murió hace dos años, se fue apagando poco a poco. Primero olvidaba las llaves, luego los nombres de los nietos. Ahora ya ni siquiera recordaba si había comido o no. Y yo… yo me prometí que nunca lo dejaría solo. Que no acabaría en una residencia como tantos otros ancianos en España.

Pero nadie te prepara para esto. Nadie te dice que cuidar de un padre enfermo es como criar a un niño grande, pero sin esperanza de mejora. Nadie te advierte del cansancio que se te mete en los huesos, del miedo a perder los nervios, de la culpa constante.

Mis hermanos, Laura y Sergio, viven en Madrid y Valencia respectivamente. Vienen a casa solo en Navidad o cuando hay algún cumpleaños importante. Siempre tienen excusas: el trabajo, los niños, la distancia. “Marta, tú eres la que está ahí, tú entiendes mejor a papá”, me dicen por teléfono. Pero lo que realmente quieren decir es: “Tú te encargas porque nosotros no podemos —o no queremos— hacerlo”.

Recuerdo una tarde de domingo, hace unos meses. Estábamos los tres sentados en el salón, con papá dormido en el sillón. Laura miraba el móvil sin parar y Sergio hablaba de sus vacaciones en Menorca.

—¿No creéis que deberíamos buscar una residencia? —me atreví a decir.

Laura levantó la vista y suspiró:

—¿Otra vez con eso? Marta, papá siempre dijo que quería quedarse en casa.

—Sí, pero esto me está matando —contesté con voz temblorosa—. No duermo bien desde hace meses. No tengo vida.

Sergio se encogió de hombros:

—Podemos mirar alguna ayuda a domicilio… Pero una residencia es muy caro y papá se pondría peor.

La conversación terminó ahí. Como siempre. Y yo seguí sola.

Las noches eran lo peor. Papá gritaba nombres del pasado o se levantaba creyendo que tenía que ir a trabajar al taller de carpintería donde pasó toda su vida. Yo corría tras él para evitar que se cayera o se hiciera daño. A veces le hablaba con dulzura; otras veces perdía la paciencia y le gritaba. Luego lloraba de rabia y culpa en silencio.

Un día, mientras le ayudaba a vestirse, me miró fijamente y preguntó:

—¿Tú quién eres?

Sentí un puñal en el pecho. Me tragué las lágrimas y le sonreí:

—Soy Marta, papá. Tu hija pequeña.

Él asintió despacio y me acarició la mano con torpeza.

Empecé a buscar información sobre residencias en mi barrio de Salamanca. Fui a ver algunas: habitaciones limpias pero impersonales, olor a lejía y tristeza en los pasillos. Vi ancianos sentados frente al televisor, algunos dormidos con la cabeza caída hacia adelante. Me pregunté si mi padre acabaría igual: solo entre desconocidos, esperando una visita que quizás nunca llegaría.

Una tarde llamé a Laura llorando:

—No puedo más. O me ayudáis o busco una residencia ya.

Ella se enfadó:

—¡No puedes hacerle eso! ¿Qué dirán los vecinos? ¿Y si se entera la familia?

—¿Y qué pasa conmigo? —grité—. ¿Quién piensa en mí?

Colgó sin responderme.

Empecé a tener ataques de ansiedad. Me despertaba sudando, con el corazón acelerado. Fui al médico y me recetó pastillas para dormir. Pero nada cambiaba: cada día era igual al anterior.

Un sábado por la mañana, mientras le daba el desayuno a papá, él tiró la taza al suelo y empezó a llorar desconsolado.

—Quiero irme con tu madre…

Me senté a su lado y lloramos juntos.

Esa noche tomé una decisión: llamé al centro de salud y pedí cita con la trabajadora social. Le conté mi situación entre sollozos. Ella me escuchó con paciencia y me explicó las opciones: ayuda a domicilio unas horas al día o una plaza pública en una residencia, aunque había lista de espera.

Cuando se lo conté a mis hermanos por WhatsApp, Sergio respondió con un simple “haz lo que creas mejor”. Laura ni siquiera contestó.

Pasaron semanas hasta que llegó la plaza en una residencia pública del barrio. El día que fuimos a llevarlo, papá parecía tranquilo, como si no entendiera lo que pasaba. Yo sentía un nudo en el estómago y las manos heladas.

En la puerta de la residencia me abrazó fuerte:

—Gracias por cuidarme tanto tiempo, hija…

No sé si lo dijo porque lo sentía o porque era lo único que recordaba decirme.

Ahora vuelvo a casa cada tarde después del trabajo y el silencio es ensordecedor. A veces me siento liberada; otras veces me siento la peor hija del mundo.

¿De verdad hice lo correcto? ¿Cuántas personas estarán pasando por lo mismo ahora mismo en España? ¿Por qué tenemos tanto miedo a hablar de esto?