No quiero acabar en la calle: mi nuera quiere que venda mi casa para ayudar a mi hijo

—Carmen, tienes que entenderlo. No podemos seguir así —la voz de Lucía retumbó en el salón, rebotando entre las fotos antiguas y los muebles de madera oscura que aún conservaban el olor a cera de mi madre.

Me quedé sentada en el sofá, con las manos apretadas sobre el regazo. Álvaro, mi hijo, evitaba mirarme. Jugaba con las llaves del coche, nervioso, como si quisiera estar en cualquier otro sitio menos aquí, en mi casa, la casa donde creció.

—Mamá —dijo al fin, con esa voz cansada que últimamente siempre le acompaña—. La situación es insostenible. Los niños no tienen espacio, Lucía y yo dormimos casi en el suelo…

Lucía se adelantó, interrumpiéndole:

—Y tú aquí sola, con tres habitaciones vacías. No es justo, Carmen. Podrías vender la casa y venirte con nosotros. Con ese dinero podríamos terminar la obra y por fin tener un hogar de verdad.

Sentí un nudo en la garganta. Miré alrededor: el reloj de pared que marcaba las horas desde antes de que naciera Álvaro; la mesa donde celebramos tantas Navidades; la foto de mi difunto marido, Antonio, sonriendo desde la repisa. ¿Cómo podía pedirles que entendieran lo que significaba para mí este lugar?

—No es tan fácil —susurré—. Esta casa es todo lo que tengo.

Lucía bufó, cruzándose de brazos.

—¿Y nosotros qué? ¿No somos también tu familia? ¿No te importa vernos así?

Álvaro levantó la vista, suplicante:

—Mamá…

Recordé cuando era pequeño y venía corriendo a abrazarme después de un mal sueño. Ahora era yo la que tenía miedo: miedo a perder mi refugio, miedo a convertirme en una carga.

—¿Y si luego no tengo dónde ir? —pregunté, casi en un susurro.

Lucía rodó los ojos.

—Siempre tendrás sitio con nosotros. Pero necesitamos tu ayuda ahora. No podemos esperar otros diez años.

Me levanté despacio y fui hasta la ventana. Afuera, el barrio seguía igual que siempre: los niños jugando al fútbol en la plaza, las vecinas charlando apoyadas en los balcones. Aquí conocía a todos; aquí estaba mi vida.

—¿Y si luego discutís? ¿Y si os separáis? ¿Dónde voy yo entonces? —pregunté, sin girarme.

Álvaro se acercó y me puso una mano en el hombro.

—Eso no va a pasar, mamá. Somos una familia.

Pero yo sabía que las familias cambian. Que el amor no siempre basta. Que la vida da muchas vueltas.

Esa noche no dormí. Escuchaba el tic-tac del reloj y repasaba cada rincón de la casa: la habitación de Álvaro, aún con sus pósters del Real Madrid; la cocina donde mi madre me enseñó a hacer croquetas; el patio donde Antonio plantó su primer rosal. ¿Cómo podía dejarlo todo atrás?

Al día siguiente, Lucía volvió a insistir. Esta vez trajo consigo unos folletos de inmobiliarias y una calculadora.

—Mira, Carmen —dijo, sentándose frente a mí—. Si vendes ahora puedes sacar más de 200.000 euros. Con eso terminamos la casa y te queda para vivir tranquila muchos años.

—¿Y si me pongo enferma? ¿Y si necesito una residencia? —pregunté.

Lucía suspiró, exasperada:

—Siempre piensas en lo peor. Nosotros te cuidaremos.

Pero yo había visto demasiadas historias parecidas: amigas que vendieron su piso para ayudar a los hijos y acabaron mendigando cariño o espacio en un sofá ajeno.

Esa tarde llamé a mi hermana Pilar. Ella siempre ha sido mi confidente.

—No lo hagas, Carmen —me dijo tajante—. Si vendes la casa pierdes tu independencia. Hoy te quieren mucho, pero mañana… nunca se sabe.

—Pero son mi familia —protesté débilmente.

—Precisamente por eso —respondió ella—. Ayúdales si puedes, pero no te quedes sin nada.

Los días pasaron entre silencios incómodos y miradas de reproche. Lucía apenas me hablaba ya; Álvaro venía menos. Mis nietos me preguntaban cuándo iba a irme a vivir con ellos y yo les sonreía sin saber qué responder.

Una tarde me encontré con Rosario en el mercado.

—¿Qué te pasa, Carmen? Tienes mala cara —me dijo mientras elegíamos tomates.

Le conté todo entre susurros, avergonzada por sentirme tan egoísta.

—Egoísta sería dejarte sin techo —me dijo Rosario—. Hoy es tu casa; mañana puede ser tu vida entera.

Esa noche soñé con Antonio. Me miraba serio desde el umbral de la puerta y me decía: “No te olvides de ti misma”.

Al día siguiente cité a Álvaro y Lucía para hablar.

—He pensado mucho en lo que me pedís —empecé, con voz temblorosa—. Quiero ayudaros, pero no puedo vender la casa. Es mi seguridad, mi historia… mi hogar.

Lucía frunció el ceño:

—¿Entonces qué hacemos? ¿Nos condenas a vivir así?

Álvaro bajó la cabeza. Vi lágrimas en sus ojos y sentí cómo se me partía el alma.

—Os puedo prestar algo de dinero —dije al fin—. No mucho, pero suficiente para avanzar un poco más con la obra. Pero necesito quedarme aquí. Necesito saber que tengo un sitio al que volver si todo sale mal.

Lucía se levantó bruscamente y salió dando un portazo. Álvaro se quedó conmigo un rato más. Me abrazó fuerte y me susurró:

—Perdona por ponerte en esta situación, mamá.

Le acaricié el pelo como cuando era niño.

Ahora la casa está más silenciosa que nunca. A veces me siento culpable; otras veces siento alivio por haber defendido lo poco que es mío. ¿Hice bien? ¿O soy una madre egoísta por no sacrificarlo todo?

¿Hasta dónde debe llegar el amor de una madre? ¿Es justo pedirle a alguien que renuncie a su vida por los sueños de otros? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?