No soy la sirvienta de nadie, aunque lleven mi apellido

—¡Mariana! ¿Ya llegaste? —La voz de mi suegra, doña Carmen, retumbó desde la cocina apenas abrí la puerta del departamento. Ni siquiera tuve tiempo de dejar mi bolso. El olor a cebolla frita y ropa húmeda me golpeó en la cara, mezclado con el cansancio de doce horas atendiendo en la farmacia del barrio.

—Sí, doña Carmen, buenas noches —respondí, forzando una sonrisa mientras me quitaba los zapatos. Mis pies dolían tanto que sentía que caminaba sobre brasas.

—Ven, ayúdame con la cena. Los muchachos ya vienen y hay que poner la mesa —ordenó, sin mirarme siquiera.

Miré el reloj: 9:15 p.m. Solo quería una ducha caliente y mi cama. Pero ahí estaba yo, cortando tomates y escuchando cómo doña Carmen se quejaba del precio del gas y de lo poco que ayudaba su hijo menor, Julián. Mi esposo, Andrés, aún no llegaba. O eso pensé, hasta que sonó mi celular.

—¿Dónde estás? —pregunté apenas contesté.

—En lo de mi primo Sergio. Vamos a ver el partido aquí. ¿Podés encargarte vos de la cena? Mi mamá está cansada —dijo Andrés, como si yo fuera una empleada doméstica y no su esposa.

Sentí un nudo en el estómago. ¿Y yo? ¿Acaso no estaba cansada también? Pero no dije nada. Colgué y seguí cortando tomates, tragándome las lágrimas y la rabia.

La familia de Andrés se había mudado con nosotros hacía seis meses, después de que perdieran su casa en un incendio. Al principio pensé que sería temporal, pero los días se convirtieron en semanas y las semanas en meses. Y cada día sentía más que mi hogar ya no era mío.

—Mariana, ¿ya lavaste los platos? —preguntó Julián desde el comedor.

—Todavía no termino de cenar —respondí, apretando los dientes.

—Bueno, apurate porque quiero ver la tele —dijo él, sin siquiera mirarme.

Esa noche me encerré en el baño y lloré en silencio bajo la ducha. Me pregunté en qué momento había dejado de ser Mariana para convertirme en «la señora que hace todo». Recordé a mi mamá diciéndome antes de casarme: «No te olvides nunca de quién eres ni permitas que nadie te pisotee». Pero aquí estaba yo, invisible para todos menos para las tareas domésticas.

Al día siguiente, mientras atendía a una clienta en la farmacia —una señora mayor con los ojos tristes—, me sorprendí contándole parte de mi historia.

—A veces siento que no existo —le dije sin querer.

Ella me miró con ternura y me tomó la mano.

—Mija, uno tiene que hacerse respetar. Si no lo hace uno mismo, nadie lo hará por usted —me susurró.

Sus palabras me acompañaron todo el día. Al volver a casa esa noche, encontré a doña Carmen viendo telenovelas y a Julián jugando en el celular. Nadie preguntó cómo me fue ni si necesitaba algo. Andrés llegó tarde, oliendo a cerveza y fútbol.

—¿Por qué estás tan callada? —me preguntó mientras se quitaba los zapatos.

—Estoy cansada —respondí simplemente.

—Bueno, todos estamos cansados —dijo él, encogiéndose de hombros.

Esa fue la gota que colmó el vaso. Esa noche no dormí. Pensé en todas las veces que había puesto las necesidades de los demás antes que las mías. Pensé en mis sueños: estudiar enfermería, viajar al sur del país, tener hijos solo cuando estuviera lista… No para cumplir expectativas ajenas.

Al día siguiente decidí hablar con Andrés antes de irme al trabajo.

—Andrés, necesito hablar con vos —le dije mientras desayunaba sola en la cocina.

—¿Qué pasa ahora? —respondió él, molesto por tener que madrugar.

—No puedo seguir así. No soy la sirvienta de tu familia ni tuya. Trabajo todo el día y cuando llego a casa nadie me ayuda. Esto tiene que cambiar —le dije con voz temblorosa pero firme.

Él se rió nervioso.

—Ay Mariana, no exageres. Es solo por un tiempo más…

—¡No! Ya pasaron seis meses. Si tu familia no puede ayudarse sola, tendrán que buscar otro lugar donde quedarse. Yo también existo, Andrés. Y merezco respeto —le dije mirándolo a los ojos por primera vez en mucho tiempo.

Él no supo qué decir. Se levantó y se fue al trabajo sin despedirse.

Ese día fue largo y pesado en la farmacia. Pero algo dentro mío había cambiado. Al volver a casa esa noche encontré a doña Carmen esperándome en la sala.

—¿Qué te pasa últimamente? Estás muy rara —me dijo con tono acusador.

Respiré hondo y le respondí:

—Estoy cansada, doña Carmen. No puedo hacerme cargo de todo sola. Si quieren quedarse aquí tienen que ayudar o buscar otro lugar donde vivir.

Ella se ofendió y me llamó malagradecida. Julián hizo un berrinche y Andrés me ignoró durante días. Pero yo ya no podía volver atrás.

Empecé a llegar más tarde del trabajo. Me inscribí en un curso nocturno de enfermería y empecé a salir sola los domingos al parque o al cine. Poco a poco recuperé mi espacio y mi voz.

Un día Andrés me enfrentó:

—¿Qué te pasa? ¿Ya no te importa nuestra familia?

Lo miré con tristeza y le respondí:

—Me importa mi dignidad. Y si eso te molesta, entonces tenemos un problema más grande del que pensaba.

A las pocas semanas doña Carmen y Julián se mudaron con una tía lejana. Andrés empezó a ayudar más en casa pero nuestra relación nunca volvió a ser igual. Yo ya no era la misma Mariana sumisa de antes.

Hoy escribo esto desde una pequeña habitación alquilada cerca del hospital donde trabajo como auxiliar de enfermería. No sé si algún día volveré a amar como antes o si Andrés y yo tendremos futuro juntos. Pero sí sé algo: nunca más permitiré que nadie me trate como sirvienta solo porque compartimos un apellido o una historia familiar.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres más viven atrapadas entre el deber y el deseo propio? ¿Cuántas callan por miedo o costumbre? ¿Y cuántas se animarán algún día a decir basta?