No voy a cargar con las deudas de tus padres: cuando la enfermedad de mi madre rompió mi matrimonio
—No pienso cargar con las deudas de tus padres, Lucía. Ya está bien. —La voz de Luis retumbó en el salón, tan fría y cortante como el viento que azotaba la ventana aquella noche de noviembre en Madrid.
Me quedé paralizada, con el teléfono aún temblando en mi mano. Acababa de hablar con mi hermana, Carmen: mamá había empeorado. El cáncer avanzaba deprisa y los médicos recomendaban un tratamiento privado, carísimo, porque en la pública la lista de espera era interminable. Mi padre, jubilado, apenas podía con la hipoteca y los gastos básicos. Mi hermana tenía dos niños pequeños y un trabajo precario. Yo era la única que podía ayudar… o eso creía.
—Luis, por favor… —intenté suplicar, pero él me interrumpió.
—¡Lucía! Ya hemos hablado de esto. No es nuestra responsabilidad. Bastante tenemos con nuestra hipoteca y tus caprichos —espetó, alzando la voz.
Sentí cómo se me encogía el pecho. ¿Caprichos? ¿Ayudar a mi madre era un capricho? Recordé cuando era niña y mamá me llevaba al Retiro los domingos, aunque estuviera agotada después de limpiar casas toda la semana. O cuando vendió su anillo de boda para pagarme los libros de la universidad. ¿Cómo podía dejarla sola ahora?
—No es un capricho, Luis. Es mi madre. Se está muriendo —dije, con la voz rota.
Él suspiró, se pasó la mano por el pelo y bajó el tono.
—Lo siento, Lucía. De verdad. Pero no podemos hipotecar nuestro futuro por los errores de tus padres. Tu padre siempre ha sido un desastre con el dinero…
—¡No hables así de él! —le grité, sorprendida por mi propia rabia.
Luis se marchó al dormitorio y cerró la puerta de un portazo. Me quedé sola en el salón, abrazando mis rodillas, mientras las lágrimas caían sin control. ¿Cómo habíamos llegado a esto?
Durante días, el ambiente en casa fue irrespirable. Apenas nos dirigíamos la palabra. Yo pasaba las noches buscando soluciones: préstamos, ayudas sociales, incluso vender mi coche. Pero nada era suficiente. Mamá necesitaba el dinero ya.
Una tarde, mientras preparaba la cena casi en automático, Luis entró en la cocina.
—¿Has pensado ya lo que vas a hacer? —preguntó sin mirarme.
—Voy a pedir un préstamo personal —respondí, sin titubear.
Él dejó caer los cubiertos sobre la mesa.
—¿Y si no puedes pagarlo? ¿Y si perdemos el piso? ¿Y si tenemos hijos algún día? ¿Vas a ponerlo todo en riesgo por ellos?
Me giré hacia él, con las manos temblorosas.
—¿Y si fuera tu madre? ¿Qué harías tú?
Luis no contestó. Se limitó a encogerse de hombros y salir de la cocina. Aquella noche dormimos espalda contra espalda, separados por un abismo invisible.
Los días siguientes fueron una sucesión de silencios y miradas esquivas. Yo iba al hospital cada tarde después del trabajo. Mamá estaba cada vez más débil, pero sonreía cuando me veía llegar.
—No te preocupes por mí, hija —me decía—. Lo importante es que tú seas feliz.
Pero ¿cómo podía ser feliz viendo cómo se apagaba poco a poco?
Un sábado por la mañana, Carmen me llamó llorando: mamá había tenido una recaída grave. Corrí al hospital sin pensar en nada más. Cuando llegué, papá estaba sentado junto a la cama, con los ojos rojos y las manos entrelazadas.
—No podemos pagar el tratamiento —susurró—. Lo siento…
Me senté junto a él y le cogí la mano.
—Papá, haré lo que sea necesario. No estáis solos.
Esa noche volví a casa destrozada. Luis me esperaba en el salón.
—¿Vas a hacerlo? —preguntó seco.
—Sí —respondí—. Voy a firmar el préstamo mañana.
Él asintió lentamente y se levantó del sofá.
—Entonces… creo que deberíamos separarnos un tiempo —dijo sin mirarme—. No puedo vivir así, Lucía. No puedo vivir con esta carga.
Sentí que el mundo se me venía abajo. Lloré durante horas, preguntándome si estaba haciendo lo correcto o si estaba perdiendo todo por intentar salvar a mi madre.
Al día siguiente firmé el préstamo y pagué el tratamiento privado. Mamá mejoró durante unas semanas; tuvimos tiempo para hablar, para abrazarnos, para despedirnos poco a poco. Cuando murió, sentí que una parte de mí se apagaba para siempre.
Luis y yo nunca volvimos a ser los mismos. Intentamos arreglarlo durante meses, pero algo se había roto entre nosotros: la confianza, la complicidad… o quizá simplemente habíamos cambiado demasiado.
Hoy vivo sola en un piso pequeño en Vallecas. Sigo pagando aquel préstamo cada mes y a veces me pregunto si valió la pena perderlo todo por ayudar a mi madre. Pero luego recuerdo su sonrisa en el hospital y sé que no podía haber hecho otra cosa.
¿Hasta dónde debe llegar la lealtad hacia la familia? ¿Es justo sacrificar tu propia felicidad por quienes te dieron la vida? ¿Vosotros qué habríais hecho en mi lugar?