Nunca Imaginé Esto de Mis Padres: El Día Que Me Cerraron la Puerta
—¿De verdad vas a dejarlo todo por una tontería? —La voz de mi madre retumbó en el portal, tan fría como la noche de enero que me calaba los huesos.
Apreté el abrigo contra mi pecho, temblando, no solo por el frío, sino por la vergüenza. Había discutido con Sergio, mi marido, otra vez. Esta vez fue peor: gritos, reproches, un portazo. Salí corriendo de casa sin pensar, solo con las llaves y el móvil. Caminé hasta el barrio de mis padres en Vallecas, convencida de que allí encontraría refugio. Pero al ver la expresión de mi madre tras la mirilla, supe que me había equivocado.
—Mamá, por favor… solo necesito dormir aquí esta noche —susurré, sintiéndome como una niña pequeña otra vez.
Mi padre apareció detrás de ella, cruzando los brazos. —No queremos problemas aquí, Lucía. Ya tienes tu vida hecha. No vengas a deshacerla ahora.
Sentí cómo se me rompía algo dentro. ¿No era eso lo que hacían los padres? ¿Acoger a sus hijos cuando todo se desmorona?
—¿Problemas? Papá, solo necesito descansar… mañana vuelvo a casa y lo arreglo todo —mentí. No pensaba volver. No después de lo que Sergio me había dicho esa noche.
Mi madre bajó la voz, pero no la dureza. —No queremos que los vecinos hablen. Ya bastante tuvimos cuando tu hermano se separó. ¿Quieres que piensen que en esta familia nadie sabe mantener un matrimonio?
La rabia me subió a la garganta. —¿Eso es lo que os importa? ¿El qué dirán?
Mi padre suspiró, cansado. —Lucía, hija, la vida es así. Hay que aguantar. Todos discutimos. Si te vas cada vez que hay un problema…
Me quedé allí, en el umbral, sintiendo cómo la puerta se cerraba poco a poco delante de mí. El clic del cerrojo fue más doloroso que cualquier palabra.
Me senté en el escalón, mirando las luces naranjas de la calle y escuchando el eco de mis propios sollozos. Recordé mi infancia en ese piso: los domingos de cocido, las risas con mi hermano Diego, los veranos en Benidorm… ¿En qué momento se rompió todo?
Saqué el móvil y llamé a mi amiga Carmen. —¿Puedes venir a buscarme? —le pedí entre lágrimas.
—Claro, Lucía. ¿Estás bien? ¿Dónde estás?
—En casa de mis padres… Bueno, fuera —dije, sintiendo otra punzada de vergüenza.
Mientras esperaba a Carmen, repasé mentalmente la discusión con Sergio. Había empezado por una tontería: él llegó tarde otra vez y yo le reproché su falta de interés por nuestra hija, Paula. Él explotó: «¡Siempre estás igual! ¡Nunca valoras nada!» Yo le grité que estaba harta de sentirme sola incluso estando casada. Él me llamó egoísta y mala madre. Cuando vi su mirada llena de desprecio, supe que algo se había roto para siempre.
Carmen llegó en diez minutos y me abrazó fuerte. —No tienes por qué volver allí si no quieres —me susurró.
Dormí en su sofá esa noche, pero apenas pegué ojo. Al día siguiente fui al trabajo como si nada hubiera pasado. Nadie sospechó nada: ni mis compañeras del colegio ni la directora. En los pasillos del colegio público donde doy clase de primaria, todo seguía igual: los niños corriendo, los padres charlando sobre deberes y meriendas.
Pero dentro de mí había un vacío enorme.
Esa tarde recogí a Paula del colegio y la llevé al parque. Ella jugaba ajena a todo, pero yo no podía dejar de pensar en lo sola que me sentía. ¿Cómo podía explicarle algún día que su madre no tenía a dónde ir porque sus propios padres le habían cerrado la puerta?
Esa semana intenté hablar con mi madre varias veces por teléfono. Siempre encontraba una excusa para colgar rápido: «Estoy liada», «Tu padre está viendo el telediario», «Ya hablaremos otro día».
Un sábado por la mañana decidí ir a verlos sin avisar. Llevé churros y chocolate como cuando era pequeña. Mi madre abrió la puerta con cara de sorpresa.
—¿Qué haces aquí?
—Solo quería desayunar con vosotros… como antes —intenté sonreír.
Mi padre ni siquiera se levantó del sofá. —No empieces otra vez con tus dramas, Lucía.
Me senté en la mesa y miré las fotos familiares colgadas en la pared: bodas, comuniones, veranos felices… Todo parecía tan perfecto desde fuera.
—¿Por qué no podéis escucharme? Solo quiero sentirme apoyada —dije al borde del llanto.
Mi madre suspiró y bajó la mirada. —No es tan fácil como crees. Nos duele verte así, pero no podemos hacer nada.
—Podéis escucharme —insistí—. Solo eso.
Mi padre apagó la tele y me miró serio. —Lucía, en esta familia siempre hemos tirado para adelante sin hacer ruido. No queremos problemas ni escándalos.
—¿Y mi dolor? ¿Eso no cuenta?
Silencio.
Me levanté y salí sin mirar atrás. Caminé por las calles del barrio sintiéndome invisible entre la gente que iba al mercado o tomaba cañas en las terrazas. Nadie sabía lo que pasaba dentro de mí.
Esa noche llamé a Diego, mi hermano mayor, que vive en Sevilla desde hace años tras su divorcio.
—A mí me hicieron lo mismo —me confesó—. Cuando me separé de Laura, mamá me dijo que no volviera hasta que «se me pasara la tontería».
—¿Y cómo lo superaste?
—Aprendí a no esperar nada de ellos… y a buscar mi propia familia entre los amigos que sí me escuchan.
Colgué sintiéndome menos sola pero más triste aún por lo que habíamos perdido todos estos años: la posibilidad de ser sinceros sin miedo al rechazo.
Hoy sigo viviendo con Paula en un piso pequeño en Carabanchel. Sergio y yo estamos separados oficialmente desde hace tres meses. Mis padres apenas llaman; cuando lo hacen es para preguntar si necesito algo para Paula o si he pagado el seguro del coche.
A veces paso por su portal y miro hacia arriba esperando ver una luz encendida o una silueta familiar tras la cortina… pero sé que esa puerta ya no se abrirá como antes.
Me pregunto cuántas mujeres como yo han sentido ese frío en el alma al buscar refugio en su propia familia y encontrar solo silencio o reproches. ¿Por qué pesa tanto el qué dirán en nuestras casas? ¿Cuándo aprenderemos a escuchar antes de juzgar?