Nunca volverás a ver a tus nietos: el grito silencioso de una abuela rota
—No quiero que vuelvas a acercarte a mis hijos. No los vas a ver más, Carmen.
La voz de Lucía, mi nuera, retumbó en mi oído como un trueno en mitad de la noche. Me quedé helada, el teléfono temblando entre mis manos. ¿Cómo podía ser? ¿Qué había hecho yo para merecer esto?
Recuerdo perfectamente aquel día de abril. El sol entraba por la ventana del salón, iluminando los dibujos que mis nietos, Sofía y Mateo, habían dejado sobre la mesa la última vez que estuvieron en casa. Aún podía oler el perfume de su pelo, escuchar sus risas rebotando por el pasillo. Y de repente, todo eso se esfumó con una sola frase.
—Lucía, por favor… —supliqué, sintiendo cómo se me quebraba la voz—. No me hagas esto. Son mis nietos…
—No insistas, Carmen. Ya está decidido. Habla con tu hijo si quieres, pero yo no pienso cambiar de opinión.
Colgó. El silencio que siguió fue tan denso que me costaba respirar. Me senté en el sofá, mirando el móvil como si fuera un objeto extraño. ¿De verdad acababa de perder a mis nietos? ¿Así, sin más?
No podía dejar de pensar en la última vez que los vi. Habíamos discutido, sí. Mateo había tirado un vaso al suelo y yo le regañé más fuerte de lo habitual. Lucía se molestó y me dijo que no tenía derecho a educar a sus hijos como si fueran míos. Yo le respondí que sólo intentaba ayudar, que los niños necesitaban límites. Ella se fue enfadada, arrastrando a los pequeños tras de sí.
Desde entonces, todo fue cuesta abajo. Mi hijo, Álvaro, apenas me llamaba. Cuando lo hacía, era para decirme que Lucía estaba muy dolida y que debía pedirle disculpas. Pero yo sentía que no había hecho nada malo.
—¿De verdad crees que tienes razón? —me preguntó mi hermana Pilar una tarde mientras tomábamos café en la terraza—. A veces hay que ceder, Carmen.
—¿Ceder? ¿Por qué? ¿Por querer a mis nietos y preocuparme por ellos?
—No es eso… Pero Lucía es su madre. Y tú… tú eres la abuela.
Esa frase me dolió más de lo que debería. ¿Acaso ser abuela significa callar y asentir siempre? ¿No tengo derecho a opinar sobre la educación de mis nietos?
Las semanas pasaron lentas y pesadas. Cada vez que escuchaba risas infantiles en el parque bajo mi ventana, sentía un nudo en el estómago. Me preguntaba si serían Sofía y Mateo jugando con otros niños, si me mirarían desde lejos sin atreverse a saludarme.
Intenté llamar a Álvaro varias veces, pero siempre encontraba una excusa para no hablar mucho tiempo conmigo.
—Mamá, ahora no puedo… Estoy en el trabajo…
—Álvaro, por favor… Dile a Lucía que lo siento. Que echo mucho de menos a los niños.
—Ya veremos, mamá…
Y así una y otra vez. La distancia entre nosotros crecía como una grieta imposible de cerrar.
Empecé a dudar de mí misma. ¿Había sido demasiado estricta? ¿Demasiado entrometida? Recordé mi propia infancia en Valladolid, cuando mi madre era dura conmigo y yo juré que nunca sería igual con mis hijos. Pero la vida es irónica: al final repetimos patrones sin darnos cuenta.
Un día decidí escribirle una carta a Lucía. No sabía si la leería, pero necesitaba desahogarme:
«Querida Lucía,
Sé que estás enfadada conmigo y lo entiendo. Quizá me equivoqué al regañar a Mateo tan fuerte delante de ti. No fue mi intención hacerte sentir mal ni cuestionar tu manera de educarles. Sólo quiero lo mejor para ellos… y para vosotros también. Echo mucho de menos a los niños y me duele pensar que no puedo verles crecer. Si alguna vez decides perdonarme, aquí estaré siempre para vosotros.
Con cariño,
Carmen»
Nunca recibí respuesta.
Las fiestas llegaron y pasaron sin noticias de mi familia. Las luces navideñas me parecían más tristes que nunca; los villancicos sonaban huecos en la radio de la cocina. Me refugié en las fotos antiguas: Sofía disfrazada de princesa en su tercer cumpleaños; Mateo con las manos llenas de chocolate; Lucía sonriendo junto a Álvaro en la playa de San Sebastián.
Una tarde de enero, mientras paseaba por el barrio viejo, vi a Lucía salir del supermercado con los niños. Mi corazón dio un vuelco. Dudé unos segundos antes de acercarme.
—Sofía… Mateo… —susurré casi sin voz.
Lucía me miró con frialdad.
—Vámonos —dijo secamente a los niños—. No habléis con ella.
Sofía bajó la cabeza; Mateo se escondió tras las piernas de su madre. Sentí cómo se me rompía algo por dentro.
Esa noche lloré como hacía años que no lloraba. Me sentí sola, inútil, invisible.
Pilar vino a verme al día siguiente.
—Carmen, tienes que seguir adelante —me dijo abrazándome—. No puedes vivir sólo para ellos.
Pero ¿cómo se sigue adelante cuando te han arrancado una parte del alma?
A veces pienso en llamar a un abogado, luchar por mis derechos como abuela. Pero luego recuerdo las palabras de mi madre: «En las guerras familiares nunca hay ganadores».
Hoy he decidido escribir mi historia porque sé que no soy la única abuela en España que vive esto. Porque sé que muchas mujeres sienten este vacío y esta impotencia cuando las familias se rompen por orgullo o malentendidos.
Me pregunto cada día: ¿de verdad hice tanto daño? ¿No merezco una segunda oportunidad? ¿Qué haríais vosotros en mi lugar?