Nunca volveré a casa: La herida invisible de la familia

—¿Pero tú te escuchas, Lucía? ¿De verdad crees que voy a vender mi piso en Madrid para volver a ese pueblo donde nunca fui feliz? —le grité, incapaz de contener la rabia. Ella me miró con esa mezcla de superioridad y lástima que siempre me ha sacado de quicio.

—No lo entiendes, Elena. Mamá está mayor, el campo no se cuida solo. Todos tenemos que arrimar el hombro. ¿O es que te crees mejor que nosotros porque vives en la ciudad? —me espetó, cruzándose de brazos.

La cocina olía a cocido y a reproches. Mi madre, sentada en su silla de siempre, miraba al suelo. Nadie decía nada. El reloj de pared marcaba las seis y media, pero para mí era como si el tiempo se hubiera detenido en ese instante, en esa herida abierta que nunca termina de cicatrizar.

No sé en qué momento dejé de sentirme parte de esa casa. Quizá fue cuando tenía diecisiete años y soñaba con escapar, con estudiar periodismo en Madrid y dejar atrás los campos de manzanas y las miradas inquisitivas del pueblo. O quizá fue cuando papá murió y todos esperaban que yo, la mayor, me hiciera cargo de todo. Pero yo ya había hecho mi vida lejos, con mis rutinas, mis amigos, mis silencios elegidos.

El sábado pasado volví al pueblo porque era el cumpleaños de mamá. Pensé que sería una visita rápida: comer, sonreír para las fotos y volver a mi piso diminuto en Lavapiés. Pero Lucía tenía otros planes. Entre plato y plato fue soltando indirectas hasta que lo dijo claramente: “Deberías vender tu piso y venirte aquí. No tiene sentido que mamá esté sola y nosotros matándonos a trabajar”.

Me quedé helada. ¿Cómo podía pedirme eso? ¿Por qué siempre era yo la que tenía que sacrificarlo todo? Andrés, mi hermano pequeño, no dijo nada. Solo bajó la cabeza y siguió cortando pan como si no fuera con él.

Esa noche apenas dormí. El colchón viejo me recordaba todo lo que había dejado atrás y todo lo que no quería recuperar. Al amanecer cogí el coche y conduje de vuelta a Madrid con las manos temblando de rabia. Juré no volver nunca más, ni siquiera para ver a mamá.

Pero el domingo por la mañana alguien llamó al timbre. Era Andrés, con una cesta de manzanas y cara de no haber dormido tampoco.

—Elena, déjame pasar —dijo en voz baja.

Le abrí sin decir palabra. Se sentó en la mesa del salón y dejó la cesta delante de mí.

—Lucía se pasó —empezó—. Pero tienes que entenderla. Aquí las cosas no son fáciles. Mamá cada vez está peor y yo… yo no puedo con todo.

—¿Y por qué siempre tengo que ser yo la solución? —le interrumpí—. ¿Por qué nadie le pide nada a Lucía? Ella vive aquí, tiene su familia cerca… Yo he construido mi vida lejos porque necesitaba respirar.

Andrés suspiró y se frotó los ojos.

—No es justo para nadie. Pero tampoco lo es para mamá quedarse sola. No sé qué hacer, Elena. Solo quería que lo supieras.

Durante un rato ninguno dijo nada. Miré las manzanas: rojas, brillantes, perfectas. Como si fueran un recordatorio cruel de todo lo que había dejado atrás.

—¿Sabes lo peor? —dije al fin— Que siento culpa por no querer volver. Y rabia porque nadie entiende lo difícil que fue irme.

Andrés asintió despacio.

—Quizá deberíamos hablarlo todos juntos. Sin gritos, sin reproches. Solo hablarlo.

No respondí. Él se levantó, me dio un abrazo torpe y se marchó dejando la cesta sobre la mesa.

Esa noche me senté frente a la ventana viendo cómo las luces de Madrid parpadeaban en la distancia. Pensé en mamá, en Lucía, en Andrés… y en mí misma, perdida entre dos mundos que nunca terminan de encontrarse.

¿Es egoísmo querer vivir mi propia vida? ¿O es injusto que siempre recaiga sobre los mismos el peso de la familia?

¿Vosotros qué haríais en mi lugar?