Por favor, devuélveme a mi hijo: Una madre en la frontera del sacrificio

—Por favor, devuélveme a mi hijo. Te juro que haré lo que sea, te daré todo lo que quieras —susurré con la voz quebrada, arrodillada frente a la cama de doña Ramona, mi suegra, mientras la lluvia golpeaba con furia los techos de chapa de nuestro barrio en Ciudad del Este.

Ella ni siquiera me miró. Sostenía a mi pequeño Matías entre sus brazos, como si fuera un trofeo ganado tras una batalla silenciosa. Yo sentía que el aire se me escapaba del pecho. Mi esposo, Jorge, había muerto hacía apenas dos semanas en un accidente de moto repartiendo pedidos para sobrevivir. Desde entonces, la familia de él insistía en que Matías debía quedarse con ellos. «Aquí tiene futuro. Tú no tienes nada que ofrecerle», repetía doña Ramona cada vez que intentaba acercarme.

—Tu padre se va a reponer, hija —me decía mi mamá por teléfono desde Asunción—. Tiene apenas cincuenta años. No va a llorar por siempre a tu mamá. Las mujeres solas abundan, seguro alguna lo va a consolar. Pero vos… vos sos madre. No podés dejar que te arrebaten a tu hijo.

Pero yo estaba sola. Sola y sin trabajo. La pandemia había cerrado el mercado donde vendía chipas y remedios yuyos. Mi único apoyo era mi hermana menor, Lucía, que apenas podía darme un plato de sopa cuando iba a su casa.

Esa noche, mientras suplicaba, doña Ramona me miró finalmente con esos ojos duros de mujer guaraní curtida por la vida:

—¿Qué le vas a dar? ¿Hambre? ¿Desgracia? Aquí por lo menos va a tener techo y comida. Vos ni casa tenés ya.

Sentí una rabia tan grande que temblé entera. Pero tenía razón. Me habían desalojado hacía tres días porque no pude pagar el alquiler. Dormía en un colchón prestado en la pieza de Lucía, con Matías apretado contra mi pecho para que no sintiera el frío.

—Matías es mi hijo —dije casi sin voz—. No me lo pueden quitar.

—¿Y cómo vas a mantenerlo? ¿Vas a dejar que pase hambre como vos?

Me levanté tambaleando y salí bajo la lluvia. Caminé sin rumbo hasta la costanera, donde el Paraná rugía oscuro y profundo. Pensé en tirarme al agua y dejarme llevar por la corriente. Pero entonces recordé los ojos de Matías cuando me abrazaba fuerte por las noches, su vocecita diciendo «mamá, no te vayas».

Volví empapada y decidida. Toqué la puerta de la casa de doña Ramona al amanecer.

—Déjame trabajar aquí —le dije—. Lavaré ropa, limpiaré, cuidaré a los animales. Pero déjame quedarme con Matías.

Ella me miró largo rato y luego escupió al suelo.

—No quiero problemas —dijo—. Si te quedás, es bajo mis reglas.

Acepté sin dudarlo. Durante semanas fui su sombra: lavando ollas ennegrecidas, barriendo el patio lleno de gallinas, soportando insultos y desprecios. Cada noche dormía en el suelo junto a Matías, abrazándolo fuerte para que no sintiera el vacío de su padre.

Pero la tensión crecía cada día. Mi cuñado Rubén empezó a mirarme raro, con esa mezcla de lástima y deseo que tanto miedo me daba. Una noche intentó entrar donde dormíamos; logré trabar la puerta con una silla y pasé la noche en vela, cuchillo en mano.

Al día siguiente enfrenté a doña Ramona:

—No puedo quedarme más aquí si Rubén sigue molestando.

Ella me miró con desprecio:

—¿Ahora te creés mejor que nosotros? Si te vas, Matías se queda.

Sentí cómo el corazón se me partía en dos. ¿Qué podía hacer? No tenía dinero ni familia cerca. Solo tenía miedo y desesperación.

Esa tarde fui al mercado central y busqué trabajo en cada puesto. Nadie quería contratar a una mujer con un niño pequeño pegado a la falda. Finalmente, don Eusebio, un viejo amigo de mi papá, me ofreció limpiar su local por unas monedas.

Con ese poco dinero alquilé una pieza diminuta en una pensión cerca del río. Volví por Matías esa noche.

—Me lo llevo conmigo —le dije a doña Ramona—. No puedo darle lujos, pero sí amor y dignidad.

Ella se rió amargamente:

—El amor no llena la panza.

Pero Matías corrió hacia mí y me abrazó tan fuerte que sentí que podía enfrentar el mundo entero.

Los primeros meses fueron durísimos. Comíamos arroz con huevo día tras día; algunas noches solo mate cocido con pan duro. Pero cada vez que Matías sonreía o me decía «te quiero, mamá», sentía que valía la pena todo el sacrificio.

Un día recibí una carta de doña Ramona: «Si algún día te cansas de luchar sola, aquí siempre habrá un plato para Matías».

La guardé sin responderle. No porque no tuviera miedo o dudas, sino porque entendí que ser madre en este país es pelear todos los días contra el hambre, el machismo y la soledad. Pero también es resistir por amor.

Hoy Matías tiene seis años y va a la escuela pública del barrio. Yo sigo trabajando en el mercado y vendiendo chipas los domingos en la plaza. A veces pienso en todo lo que perdí y todo lo que gané.

¿Hasta dónde puede llegar una madre por su hijo? ¿Cuántas mujeres más están luchando solas como yo? ¿Vale la pena tanto sacrificio cuando parece que el mundo entero está en tu contra?