¿Por qué mi hijo me dijo que no estoy invitada a su boda? Confesiones de una madre española
—No quiero que vengas a mi boda, mamá.
Las palabras de Álvaro retumbaban en mi cabeza como si fueran campanas de duelo. Estaba sentada en la cocina, con la taza de café temblando entre mis manos, mientras él me miraba con esos ojos oscuros que siempre había amado y temido a la vez. No podía creer lo que acababa de escuchar. ¿Cómo podía mi propio hijo, el niño por el que había dado todo, decirme algo así?
—¿Cómo que no quieres que vaya? —le pregunté, la voz rota, casi un susurro.
Él apartó la mirada, incómodo. —Es lo mejor para todos, mamá. No quiero discutir más.
Me quedé allí, paralizada, viendo cómo recogía sus cosas y salía del piso que habíamos compartido durante tantos años en el barrio de Chamberí. El portazo fue definitivo, como si sellara una tumba. Me sentí morir un poco por dentro.
Desde que su padre, Ricardo, nos dejó por otra mujer cuando Álvaro tenía solo siete años, mi vida giró en torno a mi hijo. Trabajé doble turno en el hospital Gregorio Marañón, renuncié a mis sueños de viajar y hasta rechacé propuestas de pareja porque sentía que nadie debía ocupar el lugar de su padre. Todo lo hice por él. ¿Dónde me equivoqué?
Recuerdo las noches en las que Álvaro tenía fiebre y yo le cantaba nanas hasta que se dormía. Los cumpleaños en los que me las ingeniaba para hacerle sentir especial, aunque solo pudiéramos permitirnos una tarta casera y un regalo modesto. Las tardes de deberes, los partidos de fútbol en el parque del Oeste, las conversaciones sobre sus miedos y sueños. ¿Cómo podía ahora convertirme en una extraña para él?
Llamé a mi hermana Carmen, buscando consuelo.
—¿Pero qué ha pasado, Lucía? —me preguntó ella, alarmada.
—No lo sé… Dice que no quiere que vaya a su boda. Que es mejor así.
Carmen suspiró al otro lado del teléfono. —Quizá deberías darle espacio. Los hijos a veces necesitan volar solos.
Pero yo sentía que había algo más. Empecé a repasar cada discusión, cada palabra dura que le dije cuando llegaba tarde o cuando suspendía un examen. ¿Fui demasiado exigente? ¿Demasiado protectora? ¿O simplemente nunca supe soltarle la mano?
Días después, recibí una llamada inesperada. Era Marta, la novia de Álvaro.
—Lucía, ¿puedo verte? —me preguntó con voz nerviosa.
Nos encontramos en una cafetería cerca de Sol. Marta parecía incómoda, jugando con la cucharilla del café.
—Sé que esto es difícil —empezó—, pero Álvaro siente que siempre has querido controlarlo todo… incluso nuestra relación.
Me quedé helada. ¿Controlarlo? ¿Acaso no era mi deber protegerle?
—Yo solo quería lo mejor para él —me defendí.
—Lo sé… Pero a veces siente que no puede tomar decisiones sin tu aprobación. Quiere empezar su vida con libertad.
Salí de aquella cafetería sintiéndome más sola que nunca. Caminé por la Gran Vía entre turistas y madrileños apresurados, preguntándome en qué momento mi amor se había convertido en una jaula para mi hijo.
Esa noche no pude dormir. Me levanté y abrí la caja donde guardaba los recuerdos de Álvaro: sus dibujos infantiles, la carta del colegio cuando ganó aquel concurso de redacción, fotos de los veranos en Benidorm… Todo parecía tan lejano ahora.
Al día siguiente fui a ver a mi madre, ya mayor y con la memoria frágil.
—¿Tú crees que fui mala madre? —le pregunté mientras le peinaba el pelo blanco.
Ella me miró con ternura. —Hija, ser madre es equivocarse mil veces y acertar otras tantas. Pero nunca dejar de amar.
Sus palabras me dieron algo de consuelo, pero el dolor seguía ahí. Empecé a notar cómo los vecinos me miraban con lástima cuando salía al mercado o al banco. En el barrio se rumorean las desgracias ajenas como si fueran propias.
Pasaron las semanas y la fecha de la boda se acercaba. Cada vez que veía una pareja joven por la calle o escuchaba campanas de iglesia sentía un nudo en el estómago. Mi hermana Carmen insistía en que le escribiera una carta a Álvaro, pero yo no sabía ni por dónde empezar.
La noche antes de la boda me senté frente al ordenador y empecé a escribir:
“Querido Álvaro,
No sé si algún día leerás esto, pero necesito decirte que siento si alguna vez te hice daño con mi amor o mis miedos. Todo lo que hice fue porque te quería más que a nada en este mundo. Si necesitas alejarte para ser feliz, lo aceptaré… pero nunca dejaré de ser tu madre.”
No tuve valor para enviarla.
El día de la boda amaneció gris y lluvioso en Madrid. Me quedé en casa, mirando por la ventana cómo la ciudad seguía su curso ajena a mi dolor. Imaginé a Álvaro vestido de traje, nervioso pero feliz junto a Marta. Imaginé a los invitados riendo, bailando… y yo ausente de ese momento crucial en su vida.
Por la tarde sonó el timbre. Era Carmen con una tarta pequeña y una botella de vino barato.
—Hoy también es tu día —me dijo abrazándome—. Has criado a un hombre bueno. Eso nadie te lo puede quitar.
Lloramos juntas hasta quedarnos sin lágrimas.
Ahora escribo estas líneas con el corazón roto pero también con esperanza. Quizá algún día Álvaro entienda mis errores y podamos reconstruir nuestro vínculo. O quizá no… Pero sé que fui madre con todo lo que tenía: amor, miedo y coraje.
¿Hasta dónde debe llegar el amor de una madre? ¿Es posible querer demasiado? ¿Vosotros habéis sentido alguna vez que vuestro amor ha sido una carga para quienes más queréis?