¿Por qué no puedo ser feliz a los 57 años? – Una madre y una hija luchando por el amor

—¿De verdad crees que puedes cambiarlo todo ahora, mamá? —La voz de Lucía retumbó en el pasillo, mezclándose con el repiqueteo de la lluvia contra las ventanas del piso en Chamberí. Me quedé paralizada, con las llaves aún en la mano y el abrigo empapado pegado al cuerpo. Tenía 57 años y, por primera vez en mucho tiempo, sentí que el suelo se abría bajo mis pies.

No era la primera vez que discutíamos, pero aquella tarde todo era distinto. Había conocido a Manuel hacía unos meses, un hombre tranquilo, viudo como yo, que me hacía reír y me invitaba a soñar con una vida más allá de la rutina y la soledad. Pero para Lucía, mi hija única, aquello era una traición. “Papá solo lleva dos años muerto”, me había dicho la noche anterior, con los ojos llenos de lágrimas y rabia. “¿Cómo puedes olvidarle tan rápido?”

No era olvido. Era supervivencia. Pero ¿cómo explicarle a Lucía que la soledad pesa más que el luto? Que cada noche, al apagar la luz, sentía un vacío tan grande que ni las fotos de Antonio ni los mensajes de mis amigas lograban llenar. Que necesitaba sentirme viva otra vez.

—No estoy cambiando todo —le respondí, intentando mantener la calma—. Solo quiero ser feliz. ¿Eso está mal?

Lucía bufó y se encerró en su cuarto. Oí cómo cerraba la puerta con fuerza y cómo ponía música para no escucharme. Me senté en el sofá, mirando el reloj antiguo que había sido de mi madre. Las agujas parecían moverse más despacio desde que Antonio murió. A veces pensaba que el tiempo se había detenido para mí, pero no para Lucía.

Los días siguientes fueron un campo de minas. Lucía apenas me hablaba. Cuando lo hacía, era para lanzarme reproches velados: “¿Vas a salir otra vez con Manuel?”, “¿No te da vergüenza ir de la mano por la calle?”, “¿Qué pensará la familia?”. Mi hermana Carmen me llamó una tarde para decirme que Lucía le había contado todo. “¿No crees que es pronto?”, preguntó con esa voz suya tan suave pero tan cortante como un cuchillo.

Me sentí sola incluso rodeada de mi propia familia. Empecé a dudar de mí misma. ¿Estaba haciendo lo correcto? ¿Era egoísta por querer rehacer mi vida? Recordé las veces que había sacrificado mis sueños por Lucía: cuando dejé mi trabajo en la biblioteca para cuidar de ella cuando enfermó de niña; cuando renuncié a aquel viaje a Granada porque tenía exámenes; cuando soporté en silencio los desplantes de Antonio porque “un matrimonio es para siempre”.

Una tarde, mientras preparaba una tortilla de patatas —la favorita de Lucía—, ella entró en la cocina sin mirarme.

—¿Vas a traerle aquí? —preguntó de repente.

—¿A quién?

—A Manuel. ¿Vas a traerle a casa como si nada?

Me temblaron las manos y casi se me cae el plato.

—Lucía, Manuel es importante para mí. No quiero que esto nos separe…

Ella me interrumpió:

—Pues ya lo ha hecho.

Sentí un nudo en la garganta. Quise abrazarla, decirle que nada ni nadie podría ocupar su lugar. Pero ella salió corriendo antes de que pudiera reaccionar.

Esa noche no dormí. Me levanté varias veces, recorrí el pasillo oscuro y miré la puerta de su habitación. Pensé en llamarla, pero sabía que no contestaría. Me senté junto a la ventana y vi cómo la lluvia seguía cayendo sobre Madrid. Pensé en mi madre, en cómo luchó por su felicidad cuando mi padre se fue con otra mujer. Recordé sus palabras: “La vida es demasiado corta para vivirla esperando el permiso de los demás”.

Al día siguiente, decidí hablar con Manuel.

—No sé si puedo seguir —le confesé mientras tomábamos café en una terraza cerca del Retiro—. Lucía me odia.

Manuel me tomó la mano con delicadeza.

—No te odia. Tiene miedo. Dale tiempo.

Pero ¿cuánto tiempo? Los días pasaban y Lucía seguía distante. Empezó a llegar más tarde a casa, a encerrarse aún más en sí misma. Una noche la oí llorar tras la puerta y sentí que el corazón se me partía en mil pedazos.

Un domingo por la mañana, mientras desayunábamos en silencio, Lucía dejó caer su taza y rompió a llorar.

—No quiero perderte —dijo entre sollozos—. Pero siento que ya no te reconozco.

Me acerqué y la abracé fuerte.

—Yo tampoco me reconozco —le susurré—. Pero necesito intentar ser feliz otra vez. No quiero que eso te haga daño…

Nos quedamos así un rato largo, llorando juntas por todo lo perdido y por todo lo que aún nos quedaba por perder.

Poco a poco, las cosas empezaron a cambiar. No fue fácil. Hubo más discusiones, silencios incómodos y miradas llenas de reproche. Pero también hubo pequeños gestos: una sonrisa tímida al salir de casa, un mensaje preguntando si volvería tarde, una tortilla de patatas compartida sin palabras.

Un día Lucía me preguntó si podía conocer a Manuel. Me temblaron las piernas del miedo y la esperanza.

La primera cena fue tensa, llena de silencios y frases cortas. Pero Manuel supo ganarse a Lucía con su paciencia y su sentido del humor seco. Al final de la noche, cuando Lucía se fue a su cuarto, me miró y sonrió levemente.

Ahora sé que nunca es tarde para empezar de nuevo, aunque duela y aunque tengas que luchar contra los fantasmas del pasado y los miedos de quienes más quieres.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo siguen esperando el permiso de sus hijos para volver a vivir? ¿Cuántas renuncian a su felicidad por miedo al qué dirán? ¿Y tú… te atreverías a empezar de nuevo?