Por qué nunca volveré a cuidar de mi nieto: Un día de lágrimas y revelaciones

—¡Mamá, por favor, solo será una tarde!— suplicó mi hija Lucía por teléfono, su voz temblando entre la prisa y el cansancio. Yo miré el reloj: las agujas marcaban las nueve y media de la mañana y el café aún humeaba en mi taza.

—Lucía, sabes que no estoy bien del todo…— intenté excusarme, pero el llanto ahogado de mi nieto Mateo al fondo me atravesó el pecho. —Está bien, tráelo— cedí, sintiendo ya el peso de la responsabilidad sobre mis hombros cansados.

Mateo llegó envuelto en una manta azul, con los ojos vidriosos y la nariz roja. Lucía apenas me miró al dejarlo en mis brazos. —Tengo que irme, mamá. Gracias— murmuró antes de salir corriendo, sin darme tiempo a protestar ni a pedirle que se quedara un poco más. Cerré la puerta y me quedé sola con Mateo, que sollozaba bajito.

Intenté animarlo con dibujos animados y galletas María, pero él solo quería a su madre. Me senté a su lado en el sofá, acariciándole el pelo mientras sentía cómo la ansiedad crecía dentro de mí. Recordé cuando Lucía era pequeña y yo también tenía que apañármelas sola, sin ayuda de nadie. ¿Por qué siempre recaía todo sobre mí?

A media mañana, Mateo empezó a toser con fuerza. Me asusté. Le tomé la temperatura: 38,7ºC. Busqué el paracetamol en la bolsa que Lucía había dejado, pero no encontré instrucciones. Llamé a Lucía, pero no contestó. Llamé a mi hijo Sergio, pero tampoco respondió. Sentí una punzada de soledad y rabia. ¿Por qué mis hijos me pedían ayuda pero nunca estaban cuando yo los necesitaba?

Mientras Mateo dormía en mi regazo, mi mente voló hacia atrás, a los días en que mi marido Antonio aún vivía. Él siempre decía que yo era el pilar de la familia. Pero ¿quién sostiene al pilar cuando se agrieta? Sentí las lágrimas resbalar por mis mejillas mientras miraba a mi nieto dormir.

El timbre sonó de repente. Era Carmen, mi vecina. —¿Todo bien, Rosario?— preguntó al verme desencajada.

—No lo sé, Carmen. Siento que no puedo más— confesé, rompiendo en llanto.

Carmen me abrazó y me preparó una tila. —Tienes derecho a decir que no— me susurró.

Pero ¿cómo decirle que no a tu propia hija? ¿Cómo negarte cuando sabes que está sola, luchando por sacar adelante a su hijo tras un divorcio amargo?

A las dos de la tarde, Lucía volvió corriendo y nerviosa. —¿Cómo está Mateo?— preguntó sin mirarme a los ojos.

—Ha tenido fiebre y te he llamado varias veces— le reproché con voz temblorosa.

Lucía suspiró, agotada. —No podía contestar en el trabajo… Mamá, necesito que entiendas que no tengo a nadie más.

—¿Y yo? ¿Quién me cuida a mí?— solté sin pensarlo.

El silencio se hizo espeso entre nosotras. Mateo despertó y empezó a llorar otra vez. Lucía lo abrazó fuerte y yo sentí una mezcla de alivio y culpa.

—Siempre he estado para vosotros— dije bajito.—Pero ya no puedo más, Lucía. Estoy cansada. Me siento sola incluso cuando estáis aquí.

Lucía me miró por fin, con los ojos llenos de lágrimas. —Lo siento, mamá. No sabía que te sentías así…

Nos sentamos juntas en el sofá mientras Mateo jugaba con su peluche favorito. Por primera vez en años hablamos de verdad: del miedo a envejecer sola, del peso invisible que arrastramos las madres, de los silencios que duelen más que las palabras.

Esa tarde descubrí que mi hija también se sentía perdida y sobrepasada. Que ninguno de los dos sabíamos pedir ayuda sin sentirnos culpables o débiles.

Cuando se marcharon, la casa quedó en silencio. Me senté junto a la ventana y observé cómo caía la lluvia sobre Madrid. Sentí alivio por haberme sincerado, pero también una tristeza profunda por todo lo callado durante tantos años.

¿Hasta cuándo vamos a seguir cargando con todo sin pedir ayuda? ¿Cuándo aprenderemos a cuidarnos también a nosotras mismas?

A veces pienso que ser madre es como ser funambulista: siempre caminando sobre el alambre, sin red debajo. ¿Y si un día decido bajarme del alambre? ¿Quién me sostendrá entonces?