Puré de papas, pollo y un divorcio que nunca llegó

—¿Por qué hoy sí cocinaste, Tomás? —pregunté apenas crucé la puerta, con la voz más cansada que mi propio cuerpo. El aroma a puré de papas y pollo al horno flotaba en el aire, cálido y ajeno, como si no perteneciera a nuestra casa en el barrio de Caballito, en Buenos Aires. Afuera, la lluvia golpeaba los vidrios y el viento colaba su humedad por las hendijas. Yo solo quería quitarme los zapatos y olvidar el mundo.

Tomás estaba parado junto a la mesa, con el delantal de rayas que le regaló su madre para un Día del Padre que nunca celebramos. Tenía la mirada baja, como si estuviera esperando una sentencia. —Pensé que te gustaría llegar y encontrar algo listo —dijo, sin mirarme.

Me quedé quieta. No era la primera vez que volvía tarde del supermercado, pero sí la primera en meses que él cocinaba. La última vez fue antes de que todo se rompiera entre nosotros: antes de las discusiones por dinero, por los turnos dobles, por las noches sin hablarnos. Antes de que yo pensara en el divorcio cada vez que cerraba los ojos.

—¿Y los chicos? —pregunté, buscando una excusa para no sentarme aún.

—Con mi hermana. Les llevé unas empanadas y se quedaron a ver una película —respondió Tomás, sirviendo el puré en dos platos. El vapor subía como una tregua silenciosa.

Me senté despacio. El silencio era tan denso que podía cortarse con el cuchillo del pollo. Pensé en todo lo que no habíamos dicho en meses. En cómo cada uno se había refugiado en sus rutinas para no enfrentar lo inevitable.

—¿Te acordás cuando hacíamos esto todos los viernes? —dije, casi sin querer. —Cuando todavía soñábamos con irnos a vivir a Córdoba y abrir una panadería.

Tomás sonrió apenas, pero sus ojos seguían tristes. —Sí. Pero después llegaron las cuentas, los turnos extra… y nos olvidamos de soñar.

La comida estaba deliciosa, pero sentí un nudo en la garganta. Recordé la carta de divorcio guardada en mi bolso, lista para firmar. Había pensado dársela esa noche, pero algo en el ambiente me detuvo.

—¿Por qué hoy? —insistí. —¿Por qué ahora?

Tomás dejó el tenedor y me miró por fin. —Porque hoy me di cuenta de que te estaba perdiendo. Porque vi tu cara esta mañana y supe que si no hacía algo, aunque fuera pequeño, te ibas a ir para siempre.

Las lágrimas me ardieron en los ojos. No sabía si era rabia o alivio lo que sentía. Había pasado tanto tiempo esperando un gesto así… y ahora que lo tenía delante, no sabía qué hacer con él.

—No es tan fácil —susurré. —No alcanza con un plato de comida para arreglar todo lo que está roto.

—Lo sé —dijo él—. Pero es un comienzo. Si querés, podemos hablar después de cenar. O mañana. O cuando estés lista.

La lluvia afuera se volvió más fuerte. Me vi reflejada en la ventana: ojerosa, despeinada, con las manos temblorosas sobre la mesa. Pensé en mis hijos durmiendo en casa de su tía, ajenos a la tormenta interna de sus padres.

—¿Te acordás cuando bailábamos cumbia en la cocina? —preguntó Tomás, intentando una sonrisa tímida.

No pude evitar reírme entre lágrimas. —Sí… Y siempre terminábamos chocando con la heladera.

El silencio volvió, pero esta vez era distinto. Más liviano. Como si ambos supiéramos que estábamos al borde de algo importante.

—¿Querés que intentemos otra vez? —preguntó él, bajito. —No te pido que olvides todo lo malo… Solo que me des una oportunidad para demostrarte que todavía podemos ser nosotros.

Miré el plato de puré, la copa de vino barato, las manos de Tomás temblando igual que las mías. Pensé en todas las veces que había soñado con escapar… pero también en todas las veces que había deseado volver a empezar.

—No sé si puedo prometerte nada —dije al fin—. Pero quiero intentarlo. Por nosotros… por los chicos… por todo lo que fuimos alguna vez.

Tomás asintió y tomó mi mano sobre la mesa. Por primera vez en mucho tiempo, sentí calor en los dedos.

Esa noche no hablamos más del divorcio ni de las cuentas ni del supermercado. Solo nos quedamos ahí, escuchando la lluvia y compartiendo un silencio distinto: uno lleno de esperanza y miedo al mismo tiempo.

Al día siguiente, cuando los chicos volvieron y preguntaron por qué había olor a pollo en la casa, Tomás les dijo: —Porque anoche mamá y yo tuvimos una cita especial.

Ellos rieron y yo también. Sabía que no todo estaba resuelto, pero por primera vez en mucho tiempo sentí que tal vez valía la pena quedarse y luchar.

Ahora, mientras escribo esto sentada junto a la ventana empañada por la lluvia porteña, me pregunto: ¿cuántas veces dejamos morir lo nuestro por miedo a hablar? ¿Cuántas parejas se pierden entre rutinas y silencios? ¿Y si solo hiciera falta un plato de puré para empezar de nuevo?