¿Quieres un hijo? Entonces vete de mi casa: Cómo mi suegra casi destruyó mi matrimonio
—¿De verdad piensas traer un niño a esta casa? —La voz de Carmen retumbó en el pasillo, tan fría como el mármol de la entrada. Yo sostenía la ecografía entre mis manos, tembloroso, mientras Lucía, mi esposa, me miraba con los ojos llenos de lágrimas y rabia contenida.
No era la primera vez que Carmen, mi suegra, cruzaba esa línea invisible que separa la preocupación materna del control absoluto. Pero esta vez era distinto. Esta vez, lo que estaba en juego era nuestro futuro, nuestra familia.
Todo empezó hace un año, cuando Carmen se quedó viuda y Lucía insistió en que la trajéramos a vivir con nosotros. «Es solo por unos meses, hasta que se recupere», me prometió Lucía. Yo acepté, aunque en el fondo sabía que nada sería igual. Nuestro piso en Lavapiés era pequeño, pero lleno de luz y sueños compartidos. Pronto, la presencia de Carmen lo llenó de silencios incómodos y miradas de desaprobación.
Al principio, intenté ser comprensivo. Carmen había perdido a su marido y estaba sola en el mundo. Pero su dolor se transformó en amargura y su amargura en críticas constantes: «¿Por qué comes eso?», «¿Por qué llegas tan tarde?», «Lucía no debería trabajar tantas horas». Cada día era una batalla silenciosa.
Una noche, mientras cenábamos tortilla y ensalada, Carmen soltó:
—En mis tiempos, las mujeres sabían cuidar de su casa y de sus maridos.
Lucía apretó los labios y yo le cogí la mano bajo la mesa. Pero Carmen no paraba.
—Y no traían hijos al mundo sin tener una familia estable.
Lucía se levantó de golpe y se encerró en el baño. Yo me quedé solo con Carmen y el eco de sus palabras. Quise decirle algo, pero me faltó valor.
Los días pasaron y la tensión creció. Lucía empezó a llegar más tarde del trabajo, evitaba las comidas familiares y apenas me hablaba. Yo me sentía atrapado entre dos fuegos: el deber hacia mi esposa y la culpa por no saber poner límites a Carmen.
Una tarde de domingo, mientras veía el fútbol con mi amigo Sergio en el bar de abajo, recibí un mensaje: «No puedo más. Me voy unos días a casa de Marta». Era Lucía. Subí corriendo al piso y encontré su lado del armario vacío. Carmen estaba sentada en el sofá, tejiendo como si nada hubiera pasado.
—¿Dónde está Lucía? —pregunté con la voz rota.
—Necesita tiempo para pensar —respondió sin mirarme—. Ya te lo dije: no se puede construir una familia sobre cimientos inestables.
Esa noche no dormí. Miraba el techo y pensaba en todo lo que habíamos soñado juntos: los viajes, los paseos por El Retiro, los planes para tener un hijo. Todo parecía desmoronarse por culpa de una convivencia imposible.
Al día siguiente llamé a Lucía. No contestó. Fui a casa de Marta y tampoco quiso verme. Me sentí más solo que nunca. Carmen seguía en casa, como si nada hubiera cambiado, ocupando cada rincón con su presencia asfixiante.
Pasaron dos semanas así. Yo iba al trabajo como un autómata y volvía a un hogar vacío de amor. Una tarde encontré la ecografía sobre la mesa del salón. Era nuestro hijo, apenas un puntito en blanco y negro, pero ya lo sentía mío.
Esa noche enfrenté a Carmen:
—No puedo seguir así. Quiero a Lucía y quiero a nuestro hijo. Si tienes algún problema con eso, tendrás que buscar otro sitio donde vivir.
Carmen me miró como si acabara de traicionarla.
—¿Me vas a echar después de todo lo que he hecho por vosotros?
—No te estoy echando —dije temblando—. Solo te pido que respetes nuestra vida.
Carmen se levantó despacio y se encerró en su habitación. Al día siguiente, cuando volví del trabajo, ya no estaba. Había dejado una nota: «Espero que algún día entiendas lo que es ser madre».
Llamé a Lucía y le conté todo entre lágrimas. Dos días después volvió a casa. Nos abrazamos largo rato sin decir nada. Por primera vez en meses sentí que recuperábamos algo de lo perdido.
Ahora Lucía duerme a mi lado y yo acaricio su vientre cada noche, soñando con el futuro que casi nos arrebatan. A veces me pregunto si hice lo correcto, si fui demasiado duro con Carmen o demasiado blando durante tanto tiempo.
¿Hasta dónde debemos llegar por lealtad a la familia? ¿Es posible construir algo nuevo sin romper con el pasado? ¿Vosotros qué habríais hecho en mi lugar?