Renuncié a mi hogar por mis hijos: ahora me siento invisible

—¿De verdad vas a vender el piso, mamá? —me preguntó Lucía, mi hija mayor, con ese tono entre incredulidad y reproche que sólo una hija puede tener.

Era una tarde de enero, fría y gris, y yo miraba por la ventana de la cocina el parque donde jugaban mis nietos cuando venían a visitarme. Llevaba semanas dándole vueltas a la idea. El piso era demasiado grande para mí sola desde que falleció Antonio, mi marido, y los gastos se me hacían cuesta arriba. Pero sobre todo, quería ayudar a mis hijos: Lucía estaba pagando una hipoteca imposible en Vallecas, y Sergio, mi hijo pequeño, seguía de alquiler con su mujer y sus dos niños en un piso diminuto en Carabanchel.

—Claro que sí, hija —le respondí, intentando sonar más segura de lo que me sentía—. Así podréis estar más desahogados. Yo con un piso pequeño tengo de sobra.

Lucía suspiró y me abrazó fuerte. Pensé que ese abrazo era la confirmación de que hacía lo correcto. Que la familia siempre estaría ahí.

El proceso fue rápido. Vendí el piso familiar, ese donde celebramos tantos cumpleaños y Navidades, donde colgaban aún los dibujos de mis nietos en la nevera. Con el dinero ayudé a Lucía a terminar de pagar su hipoteca y a Sergio le di lo suficiente para que pudiera mudarse a un piso más grande. Yo me compré un apartamento pequeño en Usera, luminoso pero silencioso, demasiado silencioso.

Al principio todo parecía ir bien. Lucía me llamaba cada dos días para contarme cómo iban las obras del baño nuevo. Sergio me mandaba fotos de sus hijos jugando en el salón amplio. Yo sentía que mi sacrificio había valido la pena.

Pero poco a poco las llamadas se fueron espaciando. Las visitas se convirtieron en promesas incumplidas: «Esta semana no podemos, mamá, los niños tienen fútbol» o «Estamos agotados, te llamamos el domingo». Los domingos pasaban y el teléfono no sonaba.

Una tarde de marzo, mientras preparaba una tortilla para cenar, sonó el timbre. Era Carmen, mi vecina de toda la vida del antiguo barrio. Venía a traerme una caja con fotos que había encontrado en el trastero.

—¿Qué tal estás aquí? —me preguntó mientras hojeábamos las fotos.

—Bien… —mentí—. Es diferente, pero bien.

Carmen me miró con esa compasión que tanto detesto. Me sentí desnuda, como si pudiera ver mi soledad reflejada en sus ojos.

Las semanas se hicieron meses. Empecé a notar cómo el silencio se colaba por las rendijas del apartamento. Me apunté a clases de yoga en el centro cultural del barrio para no pasarme los días mirando el móvil esperando un mensaje. Allí conocí a Pilar y a Rosario, dos mujeres de mi edad que también hablaban mucho de sus hijos y nietos. Pero ellas parecían resignadas; yo aún tenía esperanza.

Un día, decidí llamar yo misma a Lucía.

—¿Qué tal todo, hija?

—Ay, mamá, justo iba a llamarte… Pero es que estamos hasta arriba con el trabajo y los niños… ¿Por qué no vienes tú este sábado? —me dijo con prisa.

—Claro —respondí sin pensarlo—. Llevaré una tortilla.

El sábado llegué cargada de tuppers y regalos para los niños. Nadie salió a abrirme la puerta; tuve que llamar tres veces al telefonillo. Cuando entré, Lucía estaba recogiendo juguetes del suelo y apenas me miró.

—Mamá, ¿puedes vigilar a los niños un rato? Tengo que terminar un informe para el lunes.

Pasé la tarde jugando al parchís con mis nietos mientras Lucía tecleaba en el portátil y su marido veía la tele. Nadie probó la tortilla. Cuando me fui, sentí un nudo en la garganta.

La historia se repitió con Sergio. Fui a su casa con una tarta de manzana; él estaba en una videollamada del trabajo y su mujer salió corriendo al supermercado dejándome sola con los niños.

Empecé a preguntarme si realmente era necesaria en sus vidas o si sólo era útil cuando hacía de niñera o cocinera. Me dolía pensar así, pero no podía evitarlo.

Una noche de verano, después de cenar sola otra vez frente al televisor, llamé a mi hermana Mercedes en Sevilla.

—¿Y tú? ¿No te arrepientes de haberte quedado en tu casa grande?

Mercedes rió al otro lado del teléfono:

—A veces me siento sola también, pero al menos tengo mis recuerdos conmigo. Y cuando vienen mis hijos, saben que están entrando en su hogar de siempre.

Colgué y lloré como hacía años que no lloraba. Me di cuenta de que había cambiado mi hogar por una promesa de cercanía familiar que nunca llegó del todo.

Ahora tengo 66 años y sigo creyendo que la familia es lo más importante. Pero también he aprendido que no siempre recibimos lo que damos. A veces los sacrificios no se ven ni se agradecen; simplemente se dan por hechos.

¿Hice bien renunciando a mi hogar por mis hijos? ¿O debería haber pensado más en mí misma? ¿Cuántas madres hay como yo en España? ¿Vosotros qué haríais?