Renuncié a mi tranquilidad por un hijo ajeno: la historia de cómo el amor me encontró en medio del caos
—¿De verdad vas a dejarlo aquí, Lucía? —le pregunté, con la voz temblorosa y el corazón encogido, mientras ella evitaba mirarme a los ojos y acariciaba distraídamente el asa de su bolso.
—No puedo más, Marta. No puedo con todo esto. El salón me necesita, es mi única oportunidad —susurró, casi como si hablara consigo misma. Su hijo, Álvaro, jugaba en silencio con un cochecito en la alfombra del salón, ajeno al drama que se tejía sobre su cabeza.
Aquel día de marzo, la lluvia golpeaba los cristales de mi piso en Vallecas como si quisiera advertirme del huracán que estaba a punto de entrar en mi vida. Yo tenía una hija, Irene, de siete años, y un matrimonio que ya hacía aguas desde hacía meses. Pero nunca imaginé que acabaría siendo madre también de Álvaro, el hijo de mi mejor amiga desde el instituto.
Lucía siempre fue ambiciosa. Desde adolescentes soñaba con tener su propio negocio y salir del barrio. Cuando por fin consiguió abrir su salón de belleza en Chamberí, todo cambió. Su marido la dejó y ella se quedó sola con Álvaro. Al principio pensé que era una crisis pasajera, pero pronto entendí que Lucía había decidido priorizar su sueño por encima de todo.
—Solo será por unas semanas —me prometió aquel día—. En cuanto las cosas se estabilicen, vuelvo a por él.
Pero las semanas se convirtieron en meses. Y los meses en años.
Mi madre fue la primera en juzgarme:
—¿Pero tú estás loca? Bastante tienes con lo tuyo como para cargar con el hijo de otra —me dijo una tarde mientras pelaba patatas en la cocina.
—Mamá, es Álvaro. No puedo dejarle tirado. Lucía no está bien —le respondí, aunque ni yo misma estaba segura de mis fuerzas.
Mi marido, Rubén, tampoco lo llevó bien. Empezó a llegar más tarde del trabajo y a dormir en el sofá. Una noche, después de una discusión especialmente amarga sobre los gastos y el tiempo que dedicaba a Álvaro, me soltó:
—No eres la madre de ese niño. No tienes por qué sacrificarte así.
Pero yo ya lo era. Sin darme cuenta, Álvaro se había convertido en parte de mi vida. Le llevaba al colegio junto a Irene, le curaba las rodillas cuando se caía en el parque y le arropaba cada noche antes de dormir. Empecé a quererle como a un hijo propio.
El barrio empezó a murmurar. Las madres del colegio cuchicheaban a mis espaldas:
—Esa es la que se ha quedado con el niño de Lucía…
Algunas me miraban con lástima; otras, con desprecio. Pero yo seguía adelante porque sentía que hacía lo correcto.
Una tarde de otoño, mientras preparaba la merienda para los niños, Lucía apareció sin avisar. Llevaba el pelo perfectamente peinado y las uñas recién hechas, pero sus ojos estaban apagados.
—¿Cómo está Álvaro? —preguntó sin atreverse a entrar del todo en casa.
—Bien… te echa mucho de menos —le respondí, conteniendo las lágrimas.
Ella asintió y se marchó sin decir nada más. Aquella noche lloré en silencio. Me pregunté si estaba robándole el hijo a mi amiga o si simplemente estaba llenando un vacío que ella no podía soportar.
Con el tiempo, Rubén y yo nos separamos. Él no soportó la presión y se fue con otra mujer. Me quedé sola con Irene y Álvaro. Hubo días en los que pensé que no podría más: las facturas se acumulaban, el trabajo como administrativa apenas me daba para llegar a fin de mes y las noches eran eternas.
Pero también hubo momentos hermosos: las risas compartidas en el parque del Retiro, los cumpleaños improvisados con tarta casera y los abrazos sinceros de dos niños que aprendieron a ser hermanos sin compartir sangre.
Un día recibí una carta del colegio: querían hablar conmigo sobre Álvaro. Fui temblando, temiendo lo peor. La orientadora escolar me recibió con una sonrisa cálida.
—Marta, solo quería decirte que Álvaro ha mejorado mucho desde que está contigo. Se le ve feliz y seguro —me dijo.
Salí del colegio llorando de alivio y orgullo.
Lucía seguía apareciendo de vez en cuando, siempre con prisas y excusas nuevas: que si el salón iba viento en popa, que si tenía una clienta famosa… Pero nunca se quedaba mucho tiempo ni preguntaba demasiado por su hijo.
Una noche, mientras arropaba a Álvaro, me preguntó:
—¿Por qué mamá no quiere estar conmigo?
No supe qué decirle. Le abracé fuerte y le prometí que yo siempre estaría allí para él.
Hoy han pasado cinco años desde aquel día lluvioso en el que Lucía dejó a Álvaro en mi casa. Mi vida no es perfecta: sigo luchando para llegar a fin de mes y a veces me siento sola. Pero cuando veo a Irene y Álvaro jugar juntos o me llaman «mamá» al unísono, sé que tomé la decisión correcta.
A veces me pregunto: ¿Qué es ser madre? ¿La sangre o el corazón? ¿Hice bien al acoger a Álvaro o debería haber pensado más en mí misma? ¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar?