Seis años en la sombra: El precio de cuidar a quien no es tu sangre
—¿Y ahora qué, Carmen? —me preguntó mi suegra, con esa voz fría que nunca había usado conmigo—. Ya estoy aquí, puedes descansar.
Me quedé de pie en el pasillo, con las manos aún húmedas del agua jabonosa con la que acababa de lavar los platos del desayuno de la abuela. Seis años. Seis años de levantarme antes del alba para cambiarle los pañales, preparar sus gachas, escuchar sus historias repetidas y soportar sus silencios largos y tristes. Seis años en los que mi vida se redujo a este piso antiguo de Salamanca, a este olor a medicinas y a sopa de cocido.
Cuando Lucía —mi suegra— se fue a trabajar a Alemania, me lo pidió llorando: “Carmen, eres como una hija para mí. No tengo a nadie más en quien confiar”. Yo acababa de casarme con Pablo, su hijo mayor. Teníamos sueños: viajar, ahorrar para una casa propia, quizá tener un niño. Pero la abuela cayó enferma y Lucía necesitaba enviar dinero. Así que acepté. ¿Qué otra cosa podía hacer? En mi familia siempre me enseñaron que la familia es lo primero.
Al principio Pablo me ayudaba. Pero pronto el trabajo y el cansancio le sirvieron de excusa para dejarme sola con todo. “Mi madre confía en ti”, decía. “Eres fuerte, Carmen”.
Fuerte. Qué palabra tan traicionera.
La abuela era buena mujer, pero la enfermedad la volvía irascible. A veces me gritaba, otras lloraba como una niña pequeña. Yo aguantaba. Me decía que era temporal, que Lucía volvería y todo volvería a su sitio.
Pero cuando Lucía volvió, no fue como lo había imaginado. No hubo abrazos ni agradecimientos. Solo ese tono distante, esa mirada que parecía juzgar cada rincón del piso y cada gesto mío.
—¿Por qué le das esto para cenar? —me preguntó la primera noche—. Siempre le ha sentado mal el pescado.
—No lo sabía… —balbuceé.
—Pues deberías saberlo después de tanto tiempo —me cortó.
Pablo no dijo nada. Ni esa noche ni las siguientes. Empezó a llegar más tarde del trabajo, a encerrarse en el despacho con la excusa de los informes.
Una tarde escuché a Lucía hablando por teléfono en la cocina:
—No sé cómo ha podido dejarla así… La pobre madre mía está peor que nunca. Esta chica no tiene mano para los mayores.
Sentí cómo se me encogía el pecho. ¿Eso pensaba de mí? ¿Después de seis años?
Esa noche no pude dormir. Me levanté y fui al salón. La abuela dormía tranquila; su respiración era pausada, casi infantil. Me senté en el sofá y lloré en silencio. Pensé en mis amigas, en sus vidas llenas de cenas, viajes y risas. Pensé en mi madre, que siempre me decía: “No te olvides de ti misma, Carmen”.
Al día siguiente intenté hablar con Pablo:
—¿Tú crees que he hecho mal cuidando a tu abuela?
Él ni siquiera levantó la vista del móvil:
—No empieces otra vez con eso…
—¿Otra vez con qué? ¡Solo quiero saber si alguien valora lo que he hecho!
—Mira, Carmen, nadie te obligó —dijo al fin, seco—. Si no querías hacerlo, podías haberlo dicho.
Me quedé helada. ¿Nadie me obligó? ¿Acaso no era nuestra familia? ¿No era él mi marido?
Los días siguientes fueron peores. Lucía empezó a reorganizar la casa como si yo fuera una extraña. Cambió los muebles del salón, tiró mis plantas del balcón porque “daban mala imagen”, y hasta revisó los armarios para ver si “todo estaba en orden”.
Una tarde me encontré con mi vecina Rosario en el portal:
—¿Qué te pasa, hija? Tienes mala cara.
No pude evitarlo y rompí a llorar allí mismo, entre buzones y carritos de la compra.
—He dado todo por esta familia y ahora parece que soy una intrusa —le confesé.
Rosario me abrazó fuerte:
—No dejes que te hagan sentir menos, Carmen. Nadie sabe lo que has sacrificado tú.
Esa noche preparé una maleta pequeña con algo de ropa y mis libros favoritos. Cuando Pablo llegó le dije:
—Me voy unos días a casa de mi madre. Necesito pensar.
Él solo asintió, sin mirarme siquiera.
En casa de mi madre sentí por primera vez en años algo parecido a la paz. Ella me preparó una tortilla de patatas y me dejó dormir hasta tarde. Me escuchó sin juzgarme.
—Hija, nadie puede exigir tanto sin dar nada a cambio —me dijo acariciándome el pelo—. Tienes derecho a vivir tu vida.
Ahora estoy aquí, sentada frente a la ventana mientras cae la lluvia sobre los tejados de Salamanca. Pienso en todo lo que he dado y en lo poco que he recibido. Pienso en si merece la pena seguir luchando por un matrimonio donde solo yo pongo el corazón.
¿De verdad es egoísta pensar en mí misma después de tantos años? ¿Cuántas mujeres más estarán viviendo en silencio este sacrificio invisible?