Ser abuela, no sirvienta: Mi lucha por mi propia vida

—Mamá, ¿puedes venir otra vez mañana a recoger a los niños?— La voz de Lucía, mi hija, sonó al teléfono con ese tono que mezcla la urgencia y la costumbre. Miré el reloj: eran las nueve de la noche y aún no había cenado.

Sentí un nudo en el estómago. No era la primera vez que me lo pedía, pero sí la primera que sentí que no podía más. Mi nieto pequeño, Pablo, había estado con fiebre toda la tarde y yo, con mis rodillas hinchadas, apenas podía mantenerme en pie. Aun así, respondí con un hilo de voz:

—Lucía, cariño… mañana no puedo.

Hubo un silencio al otro lado. Podía imaginar su cara de sorpresa, casi de reproche. —¿Cómo que no puedes? Mamá, sabes que tengo una reunión importante y Javier está de viaje. No tengo a nadie más.

Me mordí el labio. ¿De verdad no tenía a nadie más? ¿O es que yo siempre estaba disponible? Sentí una punzada de culpa, pero también una chispa de rabia. ¿Por qué tenía que sentirme mal por querer descansar?

Desde que me jubilé como profesora en el colegio del barrio, mi vida se había convertido en una agenda de favores: recoger a los niños, hacer la compra, preparar la comida para todos los domingos… Y yo lo hacía con amor, porque adoro a mis nietos y quiero ayudar a mi hija. Pero últimamente sentía que me estaba perdiendo a mí misma.

Esa noche apenas dormí. Recordé cuando era joven y soñaba con viajar por Andalucía, aprender a pintar o simplemente sentarme en una terraza con amigas sin mirar el reloj. Pero ahora parecía que mi único papel era el de abuela-ama de casa.

Al día siguiente, Lucía llegó a casa temprano. Entró sin saludar apenas y dejó caer el bolso sobre la mesa.

—¿Qué te pasa últimamente?— preguntó con voz tensa.—¿Te molesta cuidar de tus nietos?

Me temblaron las manos. —No es eso, Lucía. Pero estoy cansada. Tengo derecho a descansar, a hacer mis cosas…

Ella bufó.—¿Tus cosas? Mamá, yo trabajo todo el día para sacar adelante esta familia. Solo te pido ayuda unas horas.

—No son solo unas horas— respondí, sintiendo cómo se me quebraba la voz.—Son todos los días. Y yo también tengo una vida.

Vi en sus ojos una mezcla de incomprensión y enfado. —Pues si tanto te molesta, dime y buscaré otra solución.

Me dolió su frialdad. No era eso lo que quería. Solo necesitaba que entendiera que yo también existo más allá de ser su madre o la abuela de sus hijos.

Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Lucía apenas me llamaba y cuando lo hacía era para hablar de los niños o para pedirme algún favor. Mis nietos me echaban de menos y yo a ellos, pero sentía que si cedía ahora perdería para siempre mi espacio.

Una tarde, mientras paseaba por el Retiro con mi amiga Pilar, le conté todo entre lágrimas.

—Carmen, tienes derecho a decir que no— me dijo ella.—Nos han enseñado a sacrificarnos siempre por los demás, pero también merecemos vivir nuestra propia vida.

Sus palabras me dieron fuerzas. Decidí apuntarme a un curso de acuarela en el centro cultural del barrio y empecé a salir más con mis amigas. Al principio me sentía egoísta, pero poco a poco fui recuperando la alegría.

Un domingo, Lucía vino a casa con los niños. Estaba seria pero menos tensa.

—Mamá… he estado pensando. Siento si te he presionado demasiado. No me di cuenta de lo mucho que te pedía.

La abracé fuerte.—No pasa nada, hija. Solo quiero ayudarte… pero también necesito tiempo para mí.

Pablo se subió a mis rodillas y me abrazó.—¿Vas a venir mañana al parque con nosotros?

Le sonreí.—Claro que sí, pero solo un rato. Después tengo clase de pintura.

Lucía sonrió por primera vez en semanas.—Me alegro mucho por ti, mamá.

Desde entonces las cosas cambiaron poco a poco. Sigo ayudando cuando puedo, pero ya no siento esa obligación asfixiante. He aprendido a poner límites y a cuidar también de mí misma.

A veces me pregunto: ¿Por qué nos cuesta tanto decir ‘no’ a quienes queremos? ¿Cuándo aprenderemos las mujeres mayores en España que tenemos derecho a vivir nuestra propia vida sin sentirnos culpables?