¿Seremos alguna vez una familia? Mi lucha por acercarme a mi futura nuera

—¿Por qué no te quedas a cenar, Lucía? —pregunté, intentando que mi voz sonara natural, aunque el temblor en mis manos me delataba mientras recogía los platos del almuerzo.

Ella ni siquiera levantó la vista del móvil. —No, gracias, Carmen. Tengo que estudiar —respondió, seca, como si cada palabra le costara un mundo.

Vi cómo Álvaro la miraba de reojo, incómodo. Mi hijo, mi niño, ahora un hombre hecho y derecho, parecía dividido entre nosotras dos. Sentí una punzada en el pecho. ¿En qué momento se había convertido mi casa en un campo de batalla silencioso?

Desde que Lucía apareció en la vida de Álvaro, todo cambió. Al principio pensé que era cosa de los nervios, que con el tiempo nos iríamos conociendo y todo fluiría. Pero los meses pasaron y la distancia entre nosotras solo creció. Cada vez que venían a casa, yo preparaba su plato favorito —las croquetas de jamón que tanto le gustan a Álvaro— y ponía flores frescas en la mesa. Pero Lucía apenas probaba bocado y se excusaba rápido para irse.

Una tarde de domingo, mientras fregaba los cacharros, escuché a Álvaro hablando con ella en el salón:

—Podrías intentar hablar más con mi madre. Ella solo quiere agradarte.
—No es tan fácil, Álvaro. Siento que me está juzgando todo el tiempo.

Me quedé quieta, con las manos mojadas y el corazón encogido. ¿De verdad pensaba eso de mí? ¿Tanto se notaba mi esfuerzo por agradarle?

Esa noche no pude dormir. Di vueltas en la cama recordando cada gesto, cada palabra que había dicho delante de Lucía. ¿Habría sido demasiado entrometida? ¿Demasiado tradicional? Recordé cómo le pregunté por su familia en Córdoba y cómo ella respondió con monosílabos. O aquella vez que le sugerí una receta para el arroz con leche y me miró como si le hubiera insultado.

Al día siguiente llamé a mi hermana Pilar. Siempre ha sido mi confidente.

—No sé qué hacer, Pili. Siento que Lucía me odia.
—No digas tonterías, Carmen. Dale tiempo. Las chicas jóvenes son diferentes ahora. Tienen otras prioridades.

Pero yo no quería resignarme a ser una extraña en la vida de mi hijo. Así que busqué maneras de acercarme a Lucía: le regalé un libro de poesía porque supe que le gustaba leer; la invité a una exposición de arte contemporáneo en el centro; incluso le pregunté por su carrera de Derecho, aunque no entiendo ni la mitad de lo que estudia.

Nada funcionaba. Siempre encontraba una excusa para marcharse antes o quedarse callada durante horas.

Un sábado por la tarde, mientras preparaba café, escuché cómo Lucía le decía a Álvaro en voz baja:

—No quiero vivir aquí cuando nos casemos. No podría soportar tanta presión.

Sentí como si me hubieran dado una bofetada. ¿Presión? ¿De verdad era yo tan asfixiante?

Esa noche me senté con Álvaro en la cocina.

—Hijo, ¿he hecho algo mal? ¿Por qué Lucía me rechaza así?

Él suspiró y me miró con ternura.

—Mamá, tú solo quieres ayudar, pero a veces… te metes demasiado en nuestras cosas. Lucía es muy independiente. No está acostumbrada a tanta cercanía familiar.

Me mordí el labio para no llorar delante de él. Recordé mi propia relación con mi suegra, doña Mercedes: siempre distante, siempre correcta, pero jamás cercana. Yo juré que sería diferente con la pareja de mi hijo.

Pasaron las semanas y la tensión se volvió insoportable. En Navidad, cuando toda la familia se reunió en casa —mis hermanos, mis sobrinos, hasta mi madre octogenaria— Lucía apenas habló con nadie. Se quedó sentada junto a Álvaro mirando el móvil mientras los demás reíamos contando anécdotas del pueblo.

Después de la cena, mi madre se me acercó:

—Esa muchacha no es de las nuestras —susurró—. Pero tú no te rindas, Carmen.

Me sentí sola y derrotada. ¿Y si nunca lograba conectar con ella? ¿Y si perdía a mi hijo por intentar forzar una relación imposible?

Un día decidí cambiar de táctica. Dejé de hacer preguntas, de ofrecer ayuda, de buscar temas de conversación forzados. Simplemente me limité a estar presente cuando venían y a sonreírle sin esperar nada a cambio.

Poco a poco noté pequeños cambios: Lucía empezó a quedarse un poco más después de comer; un día incluso me preguntó cómo hacía las croquetas; otra tarde me ayudó a poner la mesa sin que yo se lo pidiera.

Una tarde lluviosa de marzo, mientras doblábamos juntas unas servilletas, Lucía rompió el silencio:

—Sé que te esfuerzo mucho por agradarme… y lo agradezco. Solo… necesito tiempo para sentirme parte de esto.

La miré sorprendida y sentí cómo se me llenaban los ojos de lágrimas.

—Solo quiero que seas feliz con mi hijo —le dije—. No quiero reemplazar a nadie ni invadir tu espacio.

Ella asintió y por primera vez me sonrió de verdad.

No sé si algún día seremos una familia como las de las películas o como las que recuerdo de mi infancia en Salamanca. Pero he aprendido que no puedo forzar los lazos: solo puedo ofrecer mi cariño y esperar a que el tiempo haga su trabajo.

A veces me pregunto: ¿cuántas madres estarán pasando por lo mismo? ¿Es posible construir una familia nueva sin perderse una misma en el intento?